El excepcionalismo americano en cuestión

11/5/25
Tribuna de José Manuel Amor, socio director de Análisis Económico y de Mercados de Afi, para El País.

Abril de 2025 ha sido para muchos un recordatorio de cuán fina es la línea que separa la confianza de la sospecha. En las sesiones posteriores al “Día de la Liberación” el dólar de EE. UU. se depreció de forma intensa, al tiempo que el activo sin riesgo por excelencia -la deuda a largo plazo del Tesoro estadounidense- caía de precio en un contexto de fuertes cesiones en los mercados bursátiles y aumento de la volatilidad.

Esta combinación es una anomalía estadística y, hasta cierto punto, psicológica: por primera vez en décadas la deuda del Tesoro de los EE. UU. dejaba de comportarse como un activo “antifrágil” (cualidad de aquellos activos que se fortalecen y proporcionan cobertura ante episodios de elevada volatilidad y aversión al riesgo). Aunque los pasos dados por Trump a partir del 9 de abril -anuncio de tregua de 90 días para negociar aranceles, suavización de las declaraciones relativas al presidente de la Reserva Federal, y disposición a iniciar negociaciones comerciales con China- han corregido en gran medida la situación generada de inicio y denotan que los mercados han hecho ver a Trump el coste político y económico de su estrategia, la sospecha persiste.

Entender lo inquietante que resulta la anomalía observada en los mercados financieros necesita de un breve repaso del denominado “excepcionalismo” de los Estados Unidos, o la capacidad única del país para financiar déficits persistentes sin penalización por parte del mercado, gracias a la centralidad global del dólar y a la confianza estructural en sus instituciones. Mientras el mundo busque al dólar y a la deuda del Tesoro de EE. UU. para protegerse, y mientras la inversión directa extranjera perciba al país como puerto seguro, el coste de financiación de su deuda pública será inferior al que sus fundamentos fiscales sugieran. Es, en otras palabras, el privilegio “imperial” que EE. UU. ha disfrutado desde hace décadas.

Este “excepcionalismo” descansa sobre cinco pilares. El primero, la escala económica y profundidad financiera de EE. UU., el mayor emisor de activos financieros negociables -acciones y bonos- y que ofrece una liquidez que permite absorber, sin fricciones aparentes, el ahorro exterior en busca de seguridad. El segundo, la solidez de su estado de derecho: fuerte protección de la propiedad y una judicatura independiente otorgan certidumbre a la inversión directa y en cartera, haciendo de EE. UU. el destino preferente del capital internacional. Tercero, la red global del dólar, moneda presente en la inmensa mayoría de las transacciones cambiarias y que domina la facturación de materias primas. Cuarto, el rol clave de la deuda del Tesoro de los EE. UU. como activo libre de riesgo y antifrágil desde la Segunda Guerra Mundial: su función de colateral universal, líquido y seguro, le dota de un rendimiento no pecuniario o de conveniencia (seguridad en tiempos de incertidumbre). Por último, el poder militar estadounidense ha sustentado un denso sistema de alianzas que, de forma indirecta, ancla reservas oficiales en dólares (quien depende de la protección de Washington suele mantener disponible la moneda de este país).

Este equilibrio está hoy en cuestión. El primer desafío es doméstico. La administración Trump está desplegando una estrategia económica sesgada a “que paguen los extranjeros”. Además de los aranceles, se ha coqueteado con gravar las tenencias de deuda estadounidense por parte de inversores no residentes. Las amenazas directas a la independencia de la Fed han agitado aún más los nervios.

Hay riesgos de disrupción en tres frentes interconectados: sostener un déficit federal cercano al 7% del PIB y una ratio deuda/PIB que rondará el 130% en 20251 requiere de la confianza continua de los inversores; y si estos temen acciones punitivas o perciben una politización de la autoridad monetaria, podrían exigir una prima adicional en coste de intereses que complique aún más la sostenibilidad fiscal. La independencia de la Reserva Federal es un bien superior que, de verse dañado, elevaría la percepción de riesgo de inflación futura y contribuiría a elevar la prima por dominancia fiscal (o de subordinación de la política monetaria a las necesidades financieras del Estado). Finalmente, junto con el Estado de derecho y la estabilidad macroeconómica, la premisa de trato igualitario entre inversores residentes y extranjeros es pilar fundamental para la atracción de inversión directa extranjera.

La segunda fuente de presión es de origen externo. El orden mundial surgido tras 1945 atraviesa un proceso de cambio y regionalización. La proliferación de sistemas de pagos alternativos y la digitalización de saldos interbancarios reducen la fricción de comerciar al margen del dólar. La cuota de los EE. UU. en el PIB global se erosiona -gradualmente- a la par que la de Asia crece de forma estructural. El centro de gravedad económico y financiero se desplaza hacia el Este y se acompaña de un proceso de diversificación de reservas oficiales, lento pero constante, y la búsqueda de nuevos activos refugio como la deuda de algunos países OCDE con superávit corriente recurrente, y como materias primas estratégicas y metales preciosos. En abril se ha percibido un aumento del sesgo doméstico a la hora de materializar inversiones por parte de muchas instituciones europeas y asiáticas.

Las dinámicas aquí mencionadas ponen en tela de juicio la capacidad de la deuda del Tesoro de los EE. UU. para seguir aportando un carácter diferencial de antifragilidad y contribuir, vía una “prima de servicio”, a controlar el coste de financiación de la deuda federal del país. También cuestionan al dólar. No se debate si el dólar desaparecerá -es improbable-, sino hasta qué punto y a qué velocidad se diluirá su supremacía. Si la incertidumbre política en Washington persiste, el riesgo es de intensificación de la rotación fuera de activos en dólares.

Un aspecto colateral, pero relevante para la construcción de carteras globales de activos, es que un castigo paralelo al dólar y a los bonos del Tesoro podría alterar los patrones históricos entre retornos de renta fija estadounidense y renta variable global (más allá de la influencia que tiene en esa relación el mix de crecimiento e inflación, alterado desde la pandemia), obligando a los gestores a incorporar activos tradicionalmente marginales -oro, infraestructuras, deuda indexada a la inflación, etc.- como pilares de resiliencia.

A inicios de mayo, la tregua arancelaria y la moderación en el discurso de Trump sobre la Fed han devuelto cierta calma: el dólar ha recuperado parcialmente posiciones, los tipos de la deuda del Tesoro EE. UU. a largo plazo han cedido y sus retornos recuperan correlación positiva con la renta variable. El episodio vivido refleja lo fácil y rápido que puede perderse la credibilidad. La amenaza ha quedado instalada en la memoria colectiva. Revertir la situación de forma definitiva exigirá señales inequívocas de respeto a la institucionalidad monetaria, disciplina fiscal y estabilidad regulatoria. Sin este compromiso, el “excepcionalismo” estadounidense seguirá sometido a escrutinio. Puede no haberse extinguido, pero ya no es axiomático. Depende, más que nunca, de la voluntad de preservar los fundamentos -jurídicos, macroeconómicos y estratégicos- que lo sustentan.

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