El principal indicador disponible, (aunque no
necesariamente el único) para medir la evolución del bienestar
económico de un país es la renta por habitante, o su
equivalente el Producto Interior Bruto (PIB), también
promediado por la población. En el artículo anterior se
concluía que la razón de que en los últimos cinco años se haya
ampliado la distancia correspondiente entre EEUU y la UE
radicaba en un menor empleo de los factores productivos y, no
menos importante, en un uso menos eficiente de los mismos. Aun
cuando ha descendido la población europea en esos años, el
empleo ha sido menor que en EEUU y la productividad del
trabajo también ha crecido significativamente menos. El
corolario es simple: la aceleración en la convergencia real
con EEUU exige no sólo que se trabajen más horas (no
necesariamente las mismas personas, por supuesto) , sino que
además se trabajen mejor, con mayores aumentos del valor de la
producción de bienes y servicios por hora trabajada. En esas
variaciones de la productividad del trabajo se sintetizan los
efectos de variables distintas al crecimiento del empleo,
desde las mejoras en la dotación de capital físico, de capital
tecnológico o de capital humano.
A partir de 1995, el
importante crecimiento de la productividad del trabajo en EEUU
coexiste con un aumento no menos sorprendente en la tasa de
empleo. Esa proporción de personas en edad de trabajar que
tienen empleo se ha situado en el 75% al final de 2001, frente
al 66% en la UE. Si es razonable, aunque ciertamente
ambicioso, que los máximos mandatarios, primero en Lisboa y
ahora en Barcelona, reafirmen sus propósitos de cerrar esa
brecha en el año 2010, no lo es menos que hagan lo propio con
el valor de la producción por hora de trabajo; la
productividad del trabajo en la UE era equivalente al 73% de
la estadounidense, ilustrando la reversión de esa tendencia a
la aproximación a los valores americanos que se había
mantenido desde 1975. Entre 1995 y 2001, únicamente Irlanda,
Luxemburgo, Portugal, Finlandia y Grecia superaron en
crecimiento de la productividad a la economía de EEUU; España
e Italia son las economías con más reducidas tasas de
crecimiento, del 0.9% frente al 1.1% de promedio europeo.
Para identificar las razones de ese magro crecimiento de
la eficiencia hay que hacer lo propio con sus dos factores
determinantes, la inversión por hora de trabajo o empleado (la
denominada profundidad del capital) y el progreso tecnológico
o productividad total de los factores. El crecimiento de la
inversión, sin constituir una condición suficiente para
garantizar ritmos aceptables de la productividad, si es una
condición estrictamente necesaria. En Europa, el crecimiento
de la inversión, además de hacerlo de forma relativamente
moderada desde los ochenta, lo ha hecho a costa del empleo,
acentuando la sustitución de uno por otro; cuando el empleo ha
crecido de forma significativa , (aunque menos intensamente
que en EEUU) , como ha sido el caso en los últimos años de la
década de los noventa, la inversión se ha frenado. En EEUU ha
ocurrido lo contrario, la inversión creció a un ritmo tres
veces superior al que lo hizo el PIB durante los años finales
del siglo pasado. El resultado no pudo ser otro que esos
diferentes registros en variación de la productividad y en la
desigual ampliación del potencial de crecimiento de ambas
economías.
Ocurre, además, que esa intensificación de
la inversión, privada y pública, en EEUU se materializó en una
proporción significativa (con tasas de crecimiento anual del
25%) en equipos de tecnologías de la información y de las
comunicaciones (TIC) , a los que se atribuye un protagonismo
destacado en la aceleración de la transición a la economía del
conocimiento, y a la alteración de actividades y procesos
empresariales que explican en gran medida los saltos en la
productividad, incluso en fases cíclicas adversas como la
definida por la reciente recesión. La inhibición de la
inversión privada en Europa ha coexistido con aumentos
significativos de los flujos de inversión directa en el
extranjero (una parte significativa en EEUU), al tiempo que la
inversión pública se ha visto en la mayoría de los países
significativamente sacrificada en aras de la consecución de
las exigencias de estabilidad presupuestaria impuestas en el
proceso de unificación monetaria.
El otro capítulo de
inversión no menos relevante es el de la inversión en
conocimiento (investigación, desarrollo e innovación ),
igualmente favorecedora de esa mayor eficiencia empresarial y
en la que Europa tampoco mantienen precisamente el liderazgo.
A su análisis dedicaremos el próximo artículo.
Emilio
Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la UAM y
Consejero Delegado de Analistas Financieros Internacionales.
Su último libro es “La economía en la Red”, publicado en
Editorial Taurus
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