Hasta no hace mucho, los ejercicios de anticipación del horizonte
económico giraban sobre dos interrogantes básicos: la duración e
intensidad de la recesión estadounidense y la capacidad del área
euro para tomar el relevo dinamizador de la economía mundial o,
cuando menos, mantenerse relativamente inmunizada frente al
enfriamiento procedente del otro lado del Atlántico. La realidad no
ha tardado mucho en desautorizar los negros augurios sobre la
primera y el exceso de optimismo acerca de la autonomía del área
euro. Los mecanismos de transmisión entre ambos bloques, además de
distintos a los tradicionalmente estimados, son hoy más intensos,
especialmente los derivados de la intensa inversión directa de las
empresas europeas en el área dólar.
En la superación de la más adversa de las configuraciones que se
asociaban a la recesión estadounidense (algunos pronosticaron la
incubación de la gripe japonesa), han jugado un papel
fundamental dos aspectos: la mejor disposición de las empresas en
relación a fases recesivas precedentes y la diligente actuación de
las políticas económicas. Ambos aspectos contrastan con lo ocurrido
en la eurozona.
La celeridad con la que las empresas estadounidenses han ajustado
sus inventarios y adecuado sus decisiones de inversión y
desinversión al nuevo entorno no es ajena a las transformaciones que
aquella economía ha experimentado durante la segunda mitad de los
noventa: al predominio de las tecnologías de la información en
diversos ámbitos de la actividad empresarial, con el resultado de
mejoras de eficiencia inequívocas. Los indicadores y la insistencia
de la Reserva Federal en el mantenimiento de favorables perspectivas
de crecimiento de la productividad a largo plazo confirman el
arraigo de esas transformaciones, cuestionando ese carácter efímero
que algunos analistas atribuían al crecimiento de la productividad.
Además, agudiza el contraste con lo que observamos en la zona euro.
Si la cumbre de Lisboa acertó en el diagnóstico de las causas de la
ampliación de la brecha con EE UU en términos de renta por
habitante, sus principales protagonistas no han sido consecuentes en
las decisiones a adoptar. Algunas de sus implicaciones ya están
siendo suficientemente explícitas.
El segundo elemento de contraste se localiza en las decisiones de
política monetaria y política fiscal ante la desaceleración. En el
pasado año han sido 11 las ocasiones en las que la Reserva Federal
ha reducido los tipos de interés hasta dejarlos en el más bajo nivel
de los últimos cuarenta años; que el principal riesgo no era
precisamente el repunte de las tensiones inflacionistas formaba
parte de las pocas convicciones que se podían albergar hace tiempo,
aun cuando no se confiara en exceso en la eficacia de todo ese
estímulo.
El Banco Central Europeo sigue sin otorgar excesiva importancia
al riesgo de recesión, si no en el conjunto de la zona, al menos en
algunas de sus economías centrales, Alemania de forma destacada. En
lugar de facilitar la recuperación de la economía responsable de
casi una tercera parte de la capacidad de producción de eurozona,
las autoridades se dedican a amonestarla por la violación de un
pacto de estabilidad cuya racionalidad es discutible.
La evolución del euro sigue siendo la síntesis de esa diferente
percepción por los mercados de la desigual capacidad de unas y otras
autoridades para garantizar el retorno del crecimiento y del empleo
en sus respectivos bloques.