Antes de que a pocos metros de Wall Street se vinieran abajo los
dos emblemáticos edificios de la capital financiera del planeta, el
comportamiento del mercado de acciones de ese país constituía uno de
los principales factores de incertidumbre que pesan sobre la
evolución de la economía mundial. El desigual significado de los
indicadores económicos quedaba supeditado al, sin duda, más
expresivo comportamiento de las cotizaciones de esas acciones. Y la
incertidumbre, la vulnerabilidad, era la nota dominante. En un
contexto tal, la confianza de los agentes económicos pasaba a ser
crucial a la hora de anticipar las probabilidades de recuperación.
De hecho, con ocasión de la reciente divulgación de las últimas
cifras de desempleo en aquella economía se afirmó, con razón, que
serían los próximos indicadores de confianza de las familias los que
marcarían la entrada o no en un escenario recesivo.
Ahora, esa precariedad se presenta reforzada por la exposición a
un riesgo de naturaleza bien distinta, en las entrañas mismas del
país más poderoso del mundo. ¿Cuáles pueden ser las consecuencias
económicas de los acontecimientos de ayer en EE UU? En gran medida,
y no sólo en el más corto plazo, dependerá de la permanencia de esa
sensación. Veamos su eventual traducción en algunas variables
económicas importantes. El precio de los bonos en primer lugar.
En situaciones como la actual, junto al esperado repunte del
precio del oro, los títulos representativos de deuda pública,
especialmente los emitidos por los gobiernos más solventes,
refuerzan su carácter de refugio, de protección frente a la
incertidumbre. Apenas transcurridos unos minutos del conocimiento
del alcance de los primeros atentados y del cierre de la bolsa
neoyorquina, los precios de los bonos experimentaron significativas
elevaciones, al tiempo que las cotizaciones de las acciones se
derrumbaban en todos los mercados. Ahora bien, dependiendo de las
decisiones que se adopten y de las reacciones de otras variables
económicas, fundamentalmente las expectativas inflacionistas y de la
evolución del gasto público asociada a las respuestas de los
gobiernos más directamente implicados (los gastos militares sin ir
más lejos), las cotizaciones de los bonos puede evolucionar en
sentido contrario y, consecuentemente, tensionar los tipos de
interés a largo plazo.
En situaciones extremas como la actual (el alcalde de Nueva York
hablaba de 'situación de guerra') desaparecen los prejuicios acerca
del papel económico de los gobiernos, de su capacidad de gasto,
sacrificándose a la reducción de esa otra vulnerabilidad más
importante que la financiera. Es cierto que a partir de estos
episodios serán mucho menores las resistencias basadas en argumentos
económicos que la administración estadounidense encontrará a
cualquier pretensión por reforzar su capacidad defensiva. También
serán menores los escrúpulos, más o menos circunstanciales, a
reducir el superávit presupuestario previsto o, incluso, a incurrir
en déficit.
El precio del petróleo, es otra de esas variables sensibles. Las
condiciones de oferta de esa materia prima pueden verse seriamente
condicionadas por la mayor complejidad que rodearán a partir de
ahora los esfuerzos por pacificar una zona del mundo donde se
concentra una parte significativa de la oferta. Dependiendo de las
reacciones de los gobiernos más directamente implicados, en
particular del estadounidense, nos podemos encontrar que la demanda
de energía para usos no civiles puede verse igualmente reforzada,
compensando la debilidad asociada al enfriamiento de la actividad
económica privada. El encarecimiento del crudo, sobre los niveles ya
relativamente elevados de las últimas jornadas ya era un factor de
inquietud. Ahora agudiza la encrucijada en que podrían llegar a
encontrase los principales bancos centrales. Hasta ayer, la
vulnerabilidad a un escenario recesivo aconsejaba reducciones de
tipos de interés adicionales a las practicadas por la Reserva
Federal y el BCE. A partir de ahora, la decisión no es tan cómoda.
La neutralización de los riesgos recesivos sigue aconsejándolas,
pero la presunción de un mayor gasto público y de encarecimiento del
petróleo, invita a la prudencia. De la evolución de ambas dependerá
que las autoridades monetarias den o no por finalizada esa necesaria
política de estímulo que, hasta ahora, considerábamos debería alejar
el temor asociado a la convergencia en la debilidad de las
principales economías.
Es razonable que algunos recuerden el primer choque de los
precios del petróleo de noviembre de 1973 y sus nefastas , y para
algunos países muy duraderas, consecuencias; también es inevitable
que se tema en mayor medida la definitiva entrada en una recesión
mundial. La tercera anticipación posible, no necesariamente la menos
deseable, nos situaría ante un mayor grado de coordinación entre los
gobiernos de los grandes para, tratando de evitar el más reciente
factor de vulnerabilidad, hacer lo propio con el que estábamos más
familiarizados. La confianza es ahora el activo más
sensible.