A la simbiosis de las tecnologías de la información y
de las telecomunicaciones y, más concretamente, a sus diversas
aplicaciones empresariales, hay que atribuir esos
excepcionales resultados de la economía estadounidense en la
segunda mitad de los noventa: la coexistencia de una intensa y
prolongada fase de expansión, determinante de una reducción de
la tasa de paro hasta niveles desconocidos en los treinta
últimos años, con un ritmo de inflación estable. Sin menoscabo
de la acertada orientación de la política económica, la
principal explicación de esos excepcionales resultados
macroeconómicos hay que buscarla en modificaciones
microeconómicas: en transformaciones en el seno de los
distintos subsistemas empresariales –desde los
aprovisionamientos a la distribución, pasando por la propia
organización de las empresas- determinantes de ritmos de
crecimiento de la productividad ciertamente
espectaculares.
Es esa mayor eficiencia en los procesos
empresariales, con gran independencia del sector en el que las
empresas están ubicadas, lo que singulariza esa fase de
crecimiento y avala las presunciones de continuidad y
permeabilidad geográfica de esas transformaciones
empresariales. La discontinuidad tecnológica que está en el
origen de las mismas tiene dos dimensiones complementarias. La
estrictamente tecnológica, asociada a la generación de
aplicaciones, de técnicas que aumentan la eficiencia
económica, por un lado; por otro, la intensificación de la
dinámica de innovación en las propias organizaciones
empresariales.
La estrecha y rápida interacción entre
ambas corrientes contrasta con las discontinuidades en el
progreso tecnológico observadas en fases históricas
anteriores. La dinámica de la primera trasciende con rapidez
los laboratorios y los centros de investigación, siendo
absorbidas sus aplicaciones por todo tipo de agentes e
instituciones, en particular empresas, al tiempo que esa
rápida y eficiente absorción, en un contexto de intensa
competencia, estimula el mantenimiento del elevado ritmo de
desarrollo tecnológico, la realización de esfuerzos
adicionales para la asignación al mismo de recursos
crecientes. En mayor medida que en otras fases históricas, la
innovación se encuentra ahora en el centro de gravedad de la
actividad económica, en la mayoría de los sectores, pero desde
luego en el de las tecnologías de la información y de las
telecomunicaciones.
Ese redescubrimiento que los
economistas hicieron hace algunos años del economista
austriaco Joseph Schumpeter cobra ahora una marcada
intensidad, en particular sus proposiciones sobre la
“destrucción creativa” que acompaña a todo proceso de
innovación, incorporadas como fundamento de la moderna teoría
del crecimiento económico. Una dinámica de éxito, de
perfeccionamiento, que se asienta sobre la eliminación de lo
viejo, en ocasiones, conviene llamar la atención sobre ello,
de forma precipitada, con esa impaciencia que ha caracterizado
los impulsos iniciales de la nueva economía. Nuevos equipos
que aceleran la obsolescencia de los existentes; nuevas
empresas que desplazan a las viejas, pero también muchas otras
que no resisten los avatares de esa dinámica darwiniana sin
apenas llegar a superar el estadio de neonatos. Algo
consustancial a la intensificación de fases de innovación y en
particular, a las pretensiones por encajar sus desarrollos y
aplicaciones en la actividad empresarial: un proceso de
aprendizaje y de experimentación al que no sobreviven todos
aquellos proyectos empresariales que procuran explotar las
oportunidades de creación de valor que se suponen asociadas a
las nuevas tecnologías.
Con independencia del grado de
adecuación a ese paradigma anticipado por el economista
austriaco, la singularidad histórica de la dinámica de
transformación en el sector de la información y de las
telecomunicaciones tiene su principal aval en unos efectos
económicos ya suficientemente explícitos. La mayor capacidad
de procesamiento de la información derivada de la fabricación
a gran escala de semiconductores, la masiva construcción de
redes de comunicación que vinculan esos cada día más potentes
(y más baratos) ordenadores, la generación de un software más
amplio y versátil, reducen los costes de procesamiento, de
almacenamiento de datos y los de comunicaciones, con
resultados económicos cada vez más elocuentes. Los sistemas de
producción, distribución y comercialización de empresas
pertenecientes a diversos sectores incorporan esas nuevas
posibilidades, amplían la retícula que los conecta y, con
ello, realimentan el círculo virtuoso mediante la generación
de estímulos adicionales a la innovación: al aumento de la
inversión en equipos vinculados a esas tecnologías y a su
correspondiente software, con el consiguiente efecto favorable
sobre el crecimiento económico y sobre la productividad de las
empresas que los aplican. Una espiral huérfana de precedentes
de cierta relevancia en EEUU, dado el tradicional agotamiento
del crecimiento de la productividad a medida que aumentaba la
longevidad de las fases expansivas del ciclo económico, cuya
explicación más plausible radica en esa no menos excepcional
“profundidad del capital” orientada a fortalecer la
conectividad de todos los agentes económicos a través del
aumento de la inversión en tecnologías de la información: en
el mayor peso que cobra la cantidad de este “nuevo capital”
sobre la correspondiente fuerza de trabajo.
Emilio
Ontiveros Baeza
|