Con la desaceleración registrada por la economía española en 2002
se cierra uno de los periodos más favorables en términos de
crecimiento de la historia reciente. Entre 1995 y 2001, la española,
con un 3,6%, estuvo entre esas siete economías de la UE con tasas
medias de crecimiento superiores al 3%, de las que destacan Irlanda
(9,3%) y Finlandia (4,3%). En términos de crecimiento del empleo, la
economía española también estuvo entre las más sobresalientes. Como
puede observarse en los cuadros, los resultados no son muy
distintos, tanto en términos absolutos como en diferenciales frente
a los Quince, a los que se registraron en el último lustro de los
noventa.
De ese contraste entre España y el conjunto de la UE llama la
atención la dificultad de nuestra economía para mantener tasas de
crecimiento de la productividad superiores al promedio de Europa,
que, dicho sea de paso, ha quedado manifiestamente rezagada en el
crecimiento de ese indicador frente al ascenso estadounidense. En el
periodo 1995-2001 el ritmo de crecimiento de la productividad del
trabajo de la economía española ha sido el más bajo de Europa; la
justificación de ese parco 0,7% de promedio no puede ampararse
únicamente en el relativamente intenso crecimiento del empleo,
inferior por ejemplo al de la economía irlandesa, que registró tasas
de ascenso de la productividad del trabajo del 4% en el mismo
periodo. La productividad total de los factores de la economía
española, la no atribuida a variaciones en el trabajo y en el
capital expresivo del proceso tecnológico, y más en concreto de las
innovaciones en la gestión empresarial, define igualmente
diferenciales negativos frente al promedio europeo.
Es la simultánea intensidad en el empleo de factores y en su uso
eficiente la que garantiza ascensos significativos en la renta por
habitante, expresivas de mejoras en el nivel de vida y en la
consiguiente convergencia real. La disminución observada en esta
última durante los últimos seis años en España, además de ayudar a
explicar las dificultades para que nuestra economía eleve de forma
significativa su posición competitiva frente al resto del mundo (la
cuota de mercado de nuestras exportaciones sigue por debajo del 2%
del total mundial), genera no poca inquietud sobre la vulnerabilidad
de ese patrón de crecimiento.
Un patrón del que ha estado ausente en los últimos años una de
las condiciones esenciales para generar ganancias de eficiencia: el
fortalecimiento del stock de capital físico, tecnológico y
humano. En su concreción en el sector de tecnologías de la
información, determinante de las ganancias observadas en aquellas
economías con un crecimiento firme y sostenible de la productividad,
ese debilitamiento es particularmente destacable. España es, junto a
Grecia, el país de la UE que menos proporción de su PIB asigna a
tecnologías de la información (en los tres últimos años nunca por
encima del 2,3%) y tampoco es de los mas avanzados en el grado de
inserción en la economía digital que mide el indice de
e-preparación de The Economist. El indicador de la
dinámica de innovación de las economías, el gasto en investigación y
desarrollo en relación al PIB no alcanzó nunca el 1% en España,
manteniéndose por debajo del 50% del asignado en el promedio de la
UE.
Actuar sobre esas limitaciones, ya suficientemente explícitas en
toda Europa cuando se compara con EE UU, fue el propósito principal
de la denominada estrategia de Lisboa, pero España, con carencias
significativamente más acusadas que las del promedio de la UE,
necesita acelerar las reformas y la asignación de recursos en
cuantía significativa a ese fin. En su ausencia, la no muy lejana
incorporación a la UE de economías con una dotación de ventajas
competitivas no muy distintas a la nuestra, y desequilibrios
macroeconómicos similares, puede terminar de dejar al desnudo las
carencias del patrón de crecimiento de nuestra economía en estos
últimos seis años.