En la convergencia de la creciente integración económica y
financiera internacional y la aceleración del progreso técnico,
sintetizada en la amplia movilización de las nuevas tecnologías de
la información y las telecomunicaciones, se fundamenta esa
intensificación de la metamorfosis del sistema económico que ha
acompañado la transición al nuevo siglo.
Es en el último lustro del siglo XX cuando tiene lugar el
encuentro de ambas dinámicas; la creciente interdependencia de
economías y mercados, derivada del proceso de globalización,
refuerza su arraigo mediante esa ampliación de la capacidad para
utilizar y diseminar la información que posibilitan las nuevas
tecnologías, en particular la explosión de Internet. La conexión
global, la unificación del espacio económico, empieza ser una
realidad; la geografía deja de ser el principal determinante de una
diferenciación económica a la que, desde finales de los ochenta, se
había impuesto una creciente homogeneidad institucional, en la
organización de los sistemas y en la orientación de las políticas
económicas, en torno al mercado como principal mecanismo de
asignación de recursos. La economía mundial se nos presenta como una
amplia retícula por la que discurren no sólo intercambios
mercantiles, sino también información, técnicas y usos
empresariales, conocimiento, en definitiva.
Internet es el exponente más emblemático de esta nueva etapa, el
catalizador de esa discontinuidad en las formas de organización y
decisión de los agentes económicos cuya trascendencia apenas se ha
puesto de manifiesto. Con independencia de otros ámbitos en los que
su impacto es igualmente importante, es en la actividad empresarial
y en la interlocución de las empresas con sus mercados donde la
extensión de la digitalización de la información y de la
conectividad determinará las principales transformaciones.
Sin menoscabo del legítimo y sano escepticismo que la
pretenciosidad y ambigüedad que pueda generar la denominación
nueva economía, su irrupción en el lenguaje ha sido amplia.
Bancos centrales, agencias multilaterales y servicios estadísticos
de todo tipo la asumen como expresiva de las transformaciones
experimentadas en el sistema económico, que contrasten
significativamente con el vigente durante las últimas décadas.
Denominaciones adicionales o en algunos casos alternativas como las
de economía del conocimiento, E-economía, economía
digital, entre otras, pueden resultar demasiado estrechas para
abrigar un proceso de transformación todavía inconcluso, y en el que
inciden innovaciones adicionales a las hoy más visibles en las
tecnologías de la información y de las telecomunicaciones.
Hubo antes otras nuevas economías. Esa estrecha relación
entre progreso técnico y el comportamiento de los agentes económicos
que sintetiza los rasgos esenciales de la nueva economía no son
precisamente nuevos. En otras fases históricas, de forma particular
en los dos últimos siglos, se asistió a periodos de intensificación
de la innovación (desde la extensión de las aplicaciones de la
electricidad a las distintas formas de transporte, sin olvidar las
más próximas a las actuales en las comunicaciones por radio y
televisión) que justificarían una caracterización similar. En
realidad, ha sido el siglo XX el que ha presenciado el mayor
desarrollo científico y técnico y, desde luego, en el que ha sido
más rápida su incorporación a la actividad económica.
Cambios
en marcha
No son los principios ni las leyes económicas básicas las que han
cambiado; no son nuevos paradigmas los que emergen de las
posibilidades que ahora ofrecen las tecnologías de la información,
sino nuevas formas de hacer, en general, las mismas cosas, pero
consiguiendo una mayor eficiencia. Su impacto es susceptible,
efectivamente, de alterar la propia dinámica económica y las formas
de vida.
La dinámica con que abordamos el nuevo siglo tampoco es
simplemente la suma de la vieja economía más Internet.
Incorpora transformaciones empresariales de gran significación que
acentúan esa sensación de transición, de incertidumbre con que se
contempla su alcance, al tiempo que se abandona esa dosificación de
cautelas en la utilización de los parangones con los que pueda
contrastarse. La evocación de la segunda revolución industrial de
mediados del siglo XIX ya no es exclusiva de quienes buscan atraer
la atención sobre el potencial de las tecnologías hoy dominantes;
historiadores de la economía y otros académicos admiten que estamos
inmersos en una discontinuidad similar a la que supuso aquella
afloración de innovaciones, o a las transformaciones estructurales
originadas por la Gran Depresión y la Segunda Guerra Mundial. Nuevas
realidades y nuevas demandas, que trascienden a nuestra condición de
agentes económicos. Nuevos riesgos y nuevas oportunidades. Nuevas
formas en las que las personas y las organizaciones viven e
interactúan, asignan su tiempo y el resto de los recursos.
Transformaciones todas ellas que reclaman no tanto nuevos principios
teóricos como perspectivas analíticas adicionales y respuestas
políticas más versátiles. Cambios generadores de esperanzas, pero
también de temores y ansiedad, en tanto que esa capacidad de
adaptación, de resolución de conflictos, es y seguirá siendo
desigual en su alcance y en su ritmo.
Denominadores en gran medida comunes con la transición al siglo
XX, iniciada también con esa 'paradójica combinación de esperanza y
miedo' que destacan M. Howard y R. Louis. La primera derivada de la
percepción de que se entraba en una 'nueva edad dorada' en la que
los avances científicos y técnicos (la electricidad, el motor de
combustión interna, la aeronáutica o los avances médicos) cuyas
consecuencias serían favorables a las condiciones de vida y a la
prosperidad económica. El miedo era menos concreto, como lo es hoy,
y surgía del impacto de esas transformaciones sobre las estructuras
sociales y los valores dominantes, así como de la intensificación de
la competencia que se presumía: el temor, en definitiva, a que la
aceleración de los cambios pudiera destruir las certidumbres. La
diferencia entre ambos momentos es que hoy las esperanzas y temores
son globales, no se limitan como hace 100 años a las sociedades
industriales de occidente.
A pesar del desastre bursátil que sufrieron a partir de marzo de
2000 las empresas más directamente protagonistas de esa revolución
tecnológica (desde las recién llegadas a las tradicionales
operadoras de telecomunicaciones) y de la manifiesta desaceleración
con que el crecimiento de la economía y de la productividad de EE UU
abordaban el inicio del nuevo siglo, la era de Internet no ha hecho
sino empezar. De la severa selección que el mercado está haciendo,
de la no menos importante revisión de los principios de valoración
de las compañías más directamente implicadas en el asentamiento de
esta nueva era, no puede deducirse el agotamiento de la dinámica de
cambio abierta con la extensión de la red. La asimilación de ese
espectacular incremento en la inversión durante los años noventa
está siendo paralela a la gradual transición a la red de procesos y
decisiones en las empresas más genuinamente representativas de la
economía tradicional.
Esa difusión entre empresas de distintos sectores es paralela
a la que cabe observar entre países. A diferencia de otras fases de
discontinuidad tecnológica, la actual no sólo está posibilitando una
más rápida generación de aplicaciones empresariales, sino una mayor
permeabilidad geográfica derivada de menores costes de asimilación,
lo que en modo alguno permite garantizar la reducción de esa brecha,
hoy suficientemente explícita, en la inserción digital de todos los
países. La obtención de ventajas económicas equivalentes a las
observadas en EE UU exige algo más que la mera trasposición de
dotaciones tecnológicas
similares.