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(19/01/2003)




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Productividad y mercados

EMILIO ONTIVEROS

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la UAM.

Nuestra elevada tasa de inflación y su no menos inquietante diferencial tiene mucho que ver con las limitaciones de nuestro patrón de crecimiento

La inflación es un serio problema de la economía española. Hasta aquí el consenso: nunca es tarde si la dicha es buena. Y la favorable contrapartida a ese tardío reconocimiento debería ser adoptar decisiones tendentes a su corrección. Para ello es necesario convenir en sus principales causas y en el impacto de cada una de ellas, diferenciando, en primer lugar, aquellas de naturaleza circunstancial o transitoria de las que se presentan arraigadas, independientes en gran medida de la posición cíclica o de episodios excepcionales; hay que distinguir también aquellos factores determinantes que son comunes a otras economías de nuestro más inmediato entorno (las variaciones en el tipo de cambio de nuestra moneda, las implicaciones derivadas de su puesta en circulación o el aumento en el precio del petróleo, por ejemplo) de otras que puedan ser específicas de nuestro sistema económico.

Si fuéramos capaces de identificar alguna de estas últimas con suficiente incidencia en esa divergencia inflacionista, lo razonable sería tratar de eliminarla. En mayor medida si ésa o esas causas también lo fueran de otros desequilibrios que presenta la economía española: mataríamos dos o más pájaros de un tiro. Adelanto mi diagnóstico: nuestra elevada tasa de inflación y su no menos inquietante diferencial tiene mucho que ver con las limitaciones de nuestro patrón de crecimiento y con las rigideces existentes en algunos de nuestros mercados.

Claro que una intensa pulsación de la demanda de consumo favorece tensiones en los precios de los bienes y servicios de esa naturaleza, pero no es la explicación fundamental de la dificultad para aproximar esa tasa de variación a la de los demás europeos. En España tenemos hoy la misma tasa de inflación que hace dos años, cuando el ritmo de crecimiento de nuestra economía y el del consumo de los hogares duplicaba al actual. Eso no ocurre en la casi totalidad de las otras economías con las que compartimos moneda y, por tanto, la diferencia inflacionista frente al promedio del área euro, no ha cedido. El diferencial de crecimiento económico, sin embargo, sí lo ha hecho. Con la excepción del año previo a nuestra vinculación a la UEM, el diferencial de inflación, sea cual sea el indicador por el que optemos, se ha mantenido sistemáticamente por encima del punto porcentual, siendo muy superior frente a los países con los que nuestro comercio es más intenso (Alemania, Francia e Italia), con las consiguientes pérdidas de competitividad.

Ese diferencial de inflación no tendría por qué convertirse fatalmente en mermas de la competitividad si fuera la consecuencia de un crecimiento de la productividad del sector de bienes comercializables superior al de los demás países menos inflacionistas. Es la explicación basada en la conocida hipótesis Balassa-Samuelson, que, durante algún tiempo, pudo crear la esperanza de que tras el contraste inflacionista se ampararan mayores ritmos de crecimiento en las productividades relativas. Pero, desgraciadamente, no es así. La productividad del trabajo en el conjunto de nuestra economía creció entre 1995-2000 a una tasa media anual del 0,9%, en los últimos tres años lo hizo al 0,6% y en 2001 al 0,3%, siempre significativamente por debajo de las muy moderadas tasas de crecimiento del promedio de la UE.

Ese pobre comportamiento de la productividad es el reflejo de un patrón de crecimiento que, desde hace años, adolece de un insuficiente fortalecimiento del stock de capital (físico, tecnológico y humano), condición necesaria para producir con mayor eficiencia y absorber elevaciones en las rentas sin que se acaben filtrando a los precios finales de los bienes y servicios. La relación entre el stock de capital total y el empleo de nuestra economía creció un promedio anual del 0,6% en el periodo 1995-2000, por debajo del correspondiente europeo, y un 1,4% en 2001; al final de este último año, el nivel de ese stock en España era equivalente al 88,2% del correspondiente europeo, frente al 88,8% de 1995.

La estratégica relación entre el stock de capital tecnológico y nuestro PIB no ha corrido mejor suerte. Creció en los últimos tres años hasta 1999 (último dato disponible en la serie difundida por el Banco de España) por debajo de lo que lo hizo en el promedio de Europa, representando su nivel en ese año el 40,8% del equivalente del promedio de la UE, desde el ya parco 43% correspondiente a 1995. La positiva asociación entre la dotación de capital de esa naturaleza y la capacidad competitiva no es menos concluyente que la existente con la proporción del gasto en investigación y desarrollo sobre la producción nacional. Pues bien, tampoco aquí la economía española ha experimentado avances importantes representando en el año 2000 el 49,3% del correspondiente europeo, frente al 47,7% en 1995. La concreción de esos indicadores en las tecnologías de la información, propiciadoras de la inserción en la denominada sociedad del conocimiento, de ascensos de la productividad y contención de precios suficientemente explícitos en otras economías, no aporta resultados más esperanzadores y sí ayuda a explicar la divergencia inflacionista de nuestra economía.

Esas bases no son precisamente las más sólidas para impulsar el ritmo de convergencia real de nuestra economía, porque tampoco lo son para que garantice ritmos de crecimiento futuros de la productividad suficientemente aceptables y, de esta forma, el necesario estrechamiento de nuestro diferencial de inflación. ¿Por qué crecen mas rápido los precios en España que en el resto de la eurozona? ¿ Por qué lo hacen en mayor medida los que no están expuestos a la competencia exterior que los que lo están? La respuesta es simple: porque las empresas disponen de capacidad para hacerlo. Y eso es así porque, aun cuando la demanda mantenga una más intensa pulsación que la oferta, los mercados no funcionan bien. Si los mercados fueran más competitivos, los empresarios responderían a aumentos en la demanda empleando mayores recursos y fortaleciendo el capital por empleado con el fin de conseguir una mayor eficiencia en su utilización, una mayor productividad. Que los mercados funcionen perfectamente, que exista competencia perfecta, es difícil, lo cual no significa que haya que renunciar a su mejora. Algunos, por la propia naturaleza de los bienes o servicios objeto de transacción, nunca podrán ser perfectos. Por eso, las empresas dispondrán de poder de mercado que lo ejercerán en tanta mayor medida cuanto más se encarezcan sus factores de producción o más ineficientes sean en sus formas de producir y distribuir.

En España, los factores de producción no se han encarecido mucho más que en nuestro entorno. No lo han hecho los salarios. Desde una perspectiva estrictamente empresarial, las principales partidas del debe de la cuenta de pérdidas y ganancias de la empresa española han registrado en los tres últimos años una evolución favorable y las que no lo han hecho tanto, como la energía, tampoco han ido peor que en otros países. ¿Qué nos queda? La eficiencia con la que producimos y la tolerancia de los mercados para soportar prácticas poco competitivas. Sin olvidar, por supuesto, la necesaria pulsación de la demanda. Pero no olvidemos que economías en las que la demanda ha sido tan intensa como la española, pero sus mercados mas flexibles y su productividad mayor, han registrado tasas de inflación significativamente más reducidas. Claro que con una demanda congelada, una mayor tasa de paro o reducciones salariales significativas nuestra tasa de inflación descendería. Pero ¿no seria más razonable abordar aquellas reformas que, en todo caso, son precisas, antes de matar moscas a cañonazos, como sería defender ajustes presupuestarios que sacrifiquen el crecimiento de la inversión pública?

La cuestión básica es, por tanto, la modernización de nuestra economía: la consecución de una mayor eficiencia y de una mayor competencia. Lo segundo exige que la agenda del Gobierno asuma como prioridad la vigilancia, sí, la vigilancia, del funcionamiento de los sectores más protegidos. A la satisfacción de la primera necesidad también puede contribuir fortaleciendo los componentes públicos de esos stocks de capital e incentivando las correspondientes decisiones de inversión del sector privado. Eludir esas prioridades y confiar en el cambio de signo de la política del BCE o en un severo ajuste presupuestario no es abordar el problema básico, sino una vez más diferirlo.



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