La inflación es un serio problema de la economía española. Hasta
aquí el consenso: nunca es tarde si la dicha es buena. Y la
favorable contrapartida a ese tardío reconocimiento debería ser
adoptar decisiones tendentes a su corrección. Para ello es necesario
convenir en sus principales causas y en el impacto de cada una de
ellas, diferenciando, en primer lugar, aquellas de naturaleza
circunstancial o transitoria de las que se presentan arraigadas,
independientes en gran medida de la posición cíclica o de episodios
excepcionales; hay que distinguir también aquellos factores
determinantes que son comunes a otras economías de nuestro más
inmediato entorno (las variaciones en el tipo de cambio de nuestra
moneda, las implicaciones derivadas de su puesta en circulación o el
aumento en el precio del petróleo, por ejemplo) de otras que puedan
ser específicas de nuestro sistema económico.
Si fuéramos capaces de identificar alguna de estas últimas con
suficiente incidencia en esa divergencia inflacionista, lo razonable
sería tratar de eliminarla. En mayor medida si ésa o esas causas
también lo fueran de otros desequilibrios que presenta la economía
española: mataríamos dos o más pájaros de un tiro. Adelanto mi
diagnóstico: nuestra elevada tasa de inflación y su no menos
inquietante diferencial tiene mucho que ver con las limitaciones de
nuestro patrón de crecimiento y con las rigideces existentes en
algunos de nuestros mercados.
Claro que una intensa pulsación de la demanda de consumo favorece
tensiones en los precios de los bienes y servicios de esa
naturaleza, pero no es la explicación fundamental de la dificultad
para aproximar esa tasa de variación a la de los demás europeos. En
España tenemos hoy la misma tasa de inflación que hace dos años,
cuando el ritmo de crecimiento de nuestra economía y el del consumo
de los hogares duplicaba al actual. Eso no ocurre en la casi
totalidad de las otras economías con las que compartimos moneda y,
por tanto, la diferencia inflacionista frente al promedio del área
euro, no ha cedido. El diferencial de crecimiento económico, sin
embargo, sí lo ha hecho. Con la excepción del año previo a nuestra
vinculación a la UEM, el diferencial de inflación, sea cual sea el
indicador por el que optemos, se ha mantenido sistemáticamente por
encima del punto porcentual, siendo muy superior frente a los países
con los que nuestro comercio es más intenso (Alemania, Francia e
Italia), con las consiguientes pérdidas de competitividad.
Ese diferencial de inflación no tendría por qué convertirse
fatalmente en mermas de la competitividad si fuera la consecuencia
de un crecimiento de la productividad del sector de bienes
comercializables superior al de los demás países menos
inflacionistas. Es la explicación basada en la conocida hipótesis
Balassa-Samuelson, que, durante algún tiempo, pudo crear la
esperanza de que tras el contraste inflacionista se ampararan
mayores ritmos de crecimiento en las productividades relativas.
Pero, desgraciadamente, no es así. La productividad del trabajo en
el conjunto de nuestra economía creció entre 1995-2000 a una tasa
media anual del 0,9%, en los últimos tres años lo hizo al 0,6% y en
2001 al 0,3%, siempre significativamente por debajo de las muy
moderadas tasas de crecimiento del promedio de la UE.
Ese pobre comportamiento de la productividad es el reflejo de un
patrón de crecimiento que, desde hace años, adolece de un
insuficiente fortalecimiento del stock de capital (físico,
tecnológico y humano), condición necesaria para producir con mayor
eficiencia y absorber elevaciones en las rentas sin que se acaben
filtrando a los precios finales de los bienes y servicios. La
relación entre el stock de capital total y el empleo de
nuestra economía creció un promedio anual del 0,6% en el periodo
1995-2000, por debajo del correspondiente europeo, y un 1,4% en
2001; al final de este último año, el nivel de ese stock en
España era equivalente al 88,2% del correspondiente europeo, frente
al 88,8% de 1995.
La estratégica relación entre el stock de capital
tecnológico y nuestro PIB no ha corrido mejor suerte. Creció en los
últimos tres años hasta 1999 (último dato disponible en la serie
difundida por el Banco de España) por debajo de lo que lo hizo en el
promedio de Europa, representando su nivel en ese año el 40,8% del
equivalente del promedio de la UE, desde el ya parco 43%
correspondiente a 1995. La positiva asociación entre la dotación de
capital de esa naturaleza y la capacidad competitiva no es menos
concluyente que la existente con la proporción del gasto en
investigación y desarrollo sobre la producción nacional. Pues bien,
tampoco aquí la economía española ha experimentado avances
importantes representando en el año 2000 el 49,3% del
correspondiente europeo, frente al 47,7% en 1995. La concreción de
esos indicadores en las tecnologías de la información, propiciadoras
de la inserción en la denominada sociedad del conocimiento, de
ascensos de la productividad y contención de precios suficientemente
explícitos en otras economías, no aporta resultados más
esperanzadores y sí ayuda a explicar la divergencia inflacionista de
nuestra economía.
Esas bases no son precisamente las más sólidas para impulsar el
ritmo de convergencia real de nuestra economía, porque tampoco lo
son para que garantice ritmos de crecimiento futuros de la
productividad suficientemente aceptables y, de esta forma, el
necesario estrechamiento de nuestro diferencial de inflación. ¿Por
qué crecen mas rápido los precios en España que en el resto de la
eurozona? ¿ Por qué lo hacen en mayor medida los que no están
expuestos a la competencia exterior que los que lo están? La
respuesta es simple: porque las empresas disponen de capacidad para
hacerlo. Y eso es así porque, aun cuando la demanda mantenga una más
intensa pulsación que la oferta, los mercados no funcionan bien. Si
los mercados fueran más competitivos, los empresarios responderían a
aumentos en la demanda empleando mayores recursos y fortaleciendo el
capital por empleado con el fin de conseguir una mayor eficiencia en
su utilización, una mayor productividad. Que los mercados funcionen
perfectamente, que exista competencia perfecta, es difícil, lo cual
no significa que haya que renunciar a su mejora. Algunos, por la
propia naturaleza de los bienes o servicios objeto de transacción,
nunca podrán ser perfectos. Por eso, las empresas dispondrán de
poder de mercado que lo ejercerán en tanta mayor medida cuanto más
se encarezcan sus factores de producción o más ineficientes sean en
sus formas de producir y distribuir.
En España, los factores de producción no se han encarecido mucho
más que en nuestro entorno. No lo han hecho los salarios. Desde una
perspectiva estrictamente empresarial, las principales partidas del
debe de la cuenta de pérdidas y ganancias de la empresa española han
registrado en los tres últimos años una evolución favorable y las
que no lo han hecho tanto, como la energía, tampoco han ido peor que
en otros países. ¿Qué nos queda? La eficiencia con la que producimos
y la tolerancia de los mercados para soportar prácticas poco
competitivas. Sin olvidar, por supuesto, la necesaria pulsación de
la demanda. Pero no olvidemos que economías en las que la demanda ha
sido tan intensa como la española, pero sus mercados mas flexibles y
su productividad mayor, han registrado tasas de inflación
significativamente más reducidas. Claro que con una demanda
congelada, una mayor tasa de paro o reducciones salariales
significativas nuestra tasa de inflación descendería. Pero ¿no seria
más razonable abordar aquellas reformas que, en todo caso, son
precisas, antes de matar moscas a cañonazos, como sería defender
ajustes presupuestarios que sacrifiquen el crecimiento de la
inversión pública?
La cuestión básica es, por tanto, la modernización de nuestra
economía: la consecución de una mayor eficiencia y de una mayor
competencia. Lo segundo exige que la agenda del Gobierno asuma como
prioridad la vigilancia, sí, la vigilancia, del funcionamiento de
los sectores más protegidos. A la satisfacción de la primera
necesidad también puede contribuir fortaleciendo los componentes
públicos de esos stocks de capital e incentivando las
correspondientes decisiones de inversión del sector privado. Eludir
esas prioridades y confiar en el cambio de signo de la política del
BCE o en un severo ajuste presupuestario no es abordar el problema
básico, sino una vez más diferirlo.