EN EL ÉXITO DE LA TRANSICIÓN a la fase final de la UEM, el papel
del Eurosistema (el BCE más los bancos centrales de los 12 países
que han adoptado el euro) ha sido determinante. Desde la preparación
del nacimiento formal del euro, el 1 de enero de 1999, hasta la
definitiva introducción de los billetes y monedas, han mediado una
serie de tareas técnicamente complejas, de instrumentación difícil
no sólo por la ausencia de precedentes, sino igualmente por el
número relativamente amplio y la heterogeneidad de las economías que
accedieron a esa tercera etapa. El amplio reconocimiento del
correcto desempeño de esas tareas probablemente no sería el mismo
respecto de la primera de las funciones que le asigna el Tratado de
la Unión y su propio estatuto: la definición y ejecución de la
política monetaria de la zona euro.
La entrada en circulación de los billetes y monedas de euro tiene
lugar en un contexto económico que no es el más favorable; tampoco
es el que previó el BCE, que contaba con una cierta capacidad de
inmunización de la zona frente a la temida desaceleración
estadounidense. La realidad, incluso desde meses antes del 11 de
septiembre, demostró que la correlación entre ambos ciclos
económicos era superior a la estimada, y mucho más amplios y fluidos
los canales de transmisión de aquella recesión. Hasta hace poco, el
BCE consideraba mayores los riesgos de elevación de la inflación en
la zona que los asociados al estancamiento de sus economías, y sobre
esa convicción se asentó la dirección de una política monetaria más
restrictiva que la definida por el resto de los bancos centrales de
las economías avanzadas. En un diagnóstico tal, las dificultades
estadísticas propias del rodaje de esta institución, o las
distorsiones incorporadas en algún indicador relevante (el agregado
monetario M3, de forma particular) han podido jugar un papel
importante, al igual que el menos comprensible empeño en hacer valer
su independencia, en ningún momento cuestionada.
La tardanza en reaccionar a esos avisos desaceleradores puede
estar manifestándose ya en algunas economías, al tiempo que la
estabilidad de precios puede verse perturbada en dirección contraria
a la temida por el BCE. Alemania, representativa del 30% de la
capacidad de producción de la zona, se ha incorporado al cuadro
recesivo que exhiben EE UU y Japón, al tiempo que las restantes
economías de la eurozona han revisado significativamente a la baja
sus previsiones de crecimiento para el año en curso. La tasa de
crecimiento interanual de los precios al consumo en el promedio del
área caerá en los próximos meses por debajo de ese límite del 2%,
fijado por el propio BCE hace más de tres años; en alguna de las
economías centrales, los riesgos están más próximos a la incursión
en un cuadro de deflación que a la no más severa inflación. En
general, la zona euro precisa de estímulos monetarios adicionales,
reducciones de tipos de interés que, sin menoscabo de su desigual
impacto, fortalezcan cuando menos la hoy deteriorada confianza de
los agentes económicos y favorezcan la recuperación de la inversión.
Si así fuera, los Gobiernos mantendrían menos incentivos a utilizar
(o directamente, menos necesidad de hacerlo) el presupuesto como
neutralizador de las amenazas recesivas.
Es perfectamente legítimo que el BCE ejerza un estrecho
escrutinio de las políticas económicas de los Gobiernos y recomiende
públicamente las reformas que estime convenientes, pero el grado y
ritmo con que aquéllos concreten sus sugerencias en modo alguno debe
constituir la única justificación de las decisiones de política
monetaria del banco central. La mejora de sus herramientas
analíticas, la revisión del grado de significación de sus dos
pilares en los que fundamenta sus decisiones y la inteligente
interpretación de la autonomía son prioridades absolutamente
complementarias con el objetivo de estabilidad de precios. Como éste
lo es con la evitación de pérdidas de bienestar de los ciudadanos a
los que ha de servir esa
institución.