Las administraciones públicas existen, y si no existieran habría
que inventarlas. Forma parte de lo discutible, sin embargo, la
naturaleza y amplitud de sus funciones y, desde luego, con cuántos
recursos han de hacerlo, así como la procedencia de los mismos. Las
opciones por las distintas alternativas que ofrecería una discusión
tan básica, pero tan importante, dependen esencialmente de la
naturaleza más o menos indivisible de los bienes y servicios que
consideremos comunes, y de la confianza que los ciudadanos y sus
representantes tengan en la gestión de los mismos. Así de descarnada
es la función de la Hacienda pública, pasando por alto funciones
distributivas que no pocos lectores, incluso algunos economistas,
considerarían necesarias, lo relevante es plantearse las condiciones
que han de orientar la sana administración financiera de cualquier
comunidad, ya sea nacional, regional o local; asumiendo, claro está,
que el objetivo último de esa administración es compatible con el
aumento del bienestar económico de sus miembros.
La medida menos inequívoca de esto último la aporta la renta por
habitante, referencia básica de la denominada convergencia real,
determinada por el grado de utilización de los factores (básicamente
trabajo y capital), y por la eficiencia con que se usan, medida por
la productividad de esos factores. A su vez, esa última depende muy
estrecha y positivamente de la cantidad y calidad del capital
(físico, tecnológico y humano) de que disponga cada economía. Y, al
menos en su formación, una parte significativa de ese capital es
necesariamente público. Si un Gobierno quiere aumentar la renta por
habitante ha de hacerlo con la asignación de recursos a esos tres
capítulos; y si las condiciones de financiación lo permiten, ha de
hacerlo mejor antes que después.
La denominada 'regla de oro' de la Hacienda pública, también de
las finanzas privadas, nos dice que el endeudamiento está
justificado siempre que la rentabilidad de la inversión a la que se
destina supere el coste del mismo; haciéndolo así se aprovecharán
las posibilidades de anticipación del crecimiento, de convergencia
real. La autoimposición de una severa restricción, como la
constituida por el déficit cero de la Ley de Estabilidad
Presupuestaria española, sólo se entendería si todas nuestras
necesidades de capitalización estuvieran resueltas o los costes de
financiación que exigen los mercados de deuda pública fueran
prohibitivos. Sigo dejando a un lado otro tipo de consideraciones
que podrían aconsejar el endeudamiento público, como la
neutralización de amenazas recesivas: las denominadas actuaciones
anticíclicas, que también algunos economistas consideran
pertinentes, especialmente en circunstancias como las actuales. De
la relación entre el crecimiento de la inversión pública y el de la
inflación en España tampoco es fácil deducir una relación que
disuada precisamente la mejora en última instancia de competitividad
a través del fortalecimiento del grado de capitalización de la
economía. Los últimos indicadores de convergencia real que el Banco
de España nos ofrece en su página web son suficientemente
explícitos acerca de las necesidades de inversión de nuestra
economía. Todavía con una renta por habitante del 83,5% del promedio
de la UE, el stock de capital público en relación a la
población es del 67,5% del promedio europeo; el de capital humano,
del 71,7%, y el de capital tecnológico, del 40,8%; la relación entre
el gasto en I+D y nuestro PIB se sitúa en el 57% de la media de
Europa, y el gasto público en educación, en el 71%. Cundo ese
contraste con el promedio de Europa se particulariza en los
indicadores más relevantes de tecnologías de la comunicación y
telecomunicaciones, fundamento de la transición a la sociedad del
conocimiento y del crecimiento de la productividad de las economías
más avanzadas, los resultados no son menos decepcionantes. Se trata,
en definitiva, de resultados que invitan a considerar seriamente las
posibilidades de ese endeudamiento inteligente, de forma similar a
como lo haría el empresario responsable con la continuidad y el
fortalecimiento competitivo de su empresa: preservando la regla de
oro y las reglas europeas.
Los mercados de deuda pública hoy ofrecen los más bajos tipos de
interés a largo plazo en muchas décadas: para España, del 4,5%
aproximadamente para emisiones con vencimiento a diez años. Ocurre,
además, que esos mercados no están penalizando precisamente a
aquellos países con un déficit público superior al nuestro: EE UU,
Alemania o Francia siguen disfrutando de tipos de interés
significativamente inferiores a los nuestros, coexistiendo con un
tipo de cambio del euro (la otra consideración del endeudamiento
responsable) más estable que en periodos anteriores.
Razones hay, por tanto, para conducir las finanzas públicas
prestando más atención a las posibilidades de anticipar bienestar
que a las servidumbres de la numerología. El necesario saneamiento a
medio plazo de las finanzas públicas pasa por crecer más y
mejor.