Fueron los más entusiastas defensores de la revolución asociada a
la nueva economía los que, confiados en sus singulares
implicaciones y la no menos sorprendente prolongación de la fase de
crecimiento de los pasados noventa, se atrevieron a vaticinar el
final de los ciclos económicos. Desde la vigencia de los enfoques
más directamente basados en la planificación central de las
economías nadie se había cuestionado esa suerte de fluctuaciones
recurrentes que han caracterizado fatalmente al capitalismo y, en
general, a cualquier economía, independientemente de su
organización, siempre que mantuviera un cierto grado de integración
internacional.
Similares resultados eran defendidos desde fundamentaciones
causales bien distintas: los defensores de la economía socialista en
su versión más esencialista lo conseguirían tras la eliminación de
la anarquía de los mercados, a través de la coordinación
ex-ante de las actividades de todos los agentes económicos;
los partidarios de la nueva economía, por su parte, al
incorporar en los procesos de decisión toda la riqueza informativa
disponible y los medios para su manejo en tiempo real que ofrecen
las tecnologías de la información y de las comunicaciones (TIC).
Esto último, por supuesto, tras la liberación de todas las energías
asociadas a ese proceso de destrucción creativa propio del
capitalismo más puro.
Hasta la fecha, la evidencia favorable a esas premoniciones no es
muy abundante que digamos: las empresas, los gobiernos, los
inversores, siguen, de una u otra forma, errando en algunas de sus
decisiones y provocando esas discontinuidades en los ritmos de
crecimiento económico. Ocurre, sin embargo, que la experiencia y esa
capacidad de procesamiento de la información que permiten esas
tecnologías favorecen la reducción del número de errores o, cuando
menos, la envergadura de algunos de ellos. La última de esas
desaceleraciones en las principales economías (no es fácil hablar de
recesión, con la excepción de Japón y, quizás, de Alemania), esa de
la que presumiblemente estamos saliendo, disponiendo de
denominadores comunes a la mayoría de las precedentes, ha registrado
rasgos propios, algunos de ellos esperanzadores.
La singularidad de este último ciclo radica en primer lugar en la
sorpresa de sus principales manifestaciones: la inusual longevidad e
intensidad de su fase de expansión, el no menos inesperado final de
la misma y la relativa suavidad de la recesión que le siguió. Es
verdad que ha existido una manifiesta incomprensión de lo que
ocurrió en la economía estadounidense entre marzo de 1991 y
diciembre de 2001. Pero es igual de cierto que esa errónea
percepción lo fue también acerca del impacto de esa desaceleración
en el resto del mundo, particularmente en Europa.
La sincronía de las fases de desaceleración, perteneciendo al
catálogo de similitudes, merece una mención especial, como lo hace
el trabajo que incorpora el Fondo Monetario Internacional (FMI) como
capítulo 3 de su último World Economic Outlook
(http://www.imf.org/), en el que se describen las principales
regularidades empíricas de las recesiones y recuperaciones en los
principales países industrializados (España incluida), desde 1881
hasta 2000. La evidencia de esa simultaneidad en la desaceleración
de los grandes, especialmente cuando se contrasta con la de
principios de los noventa, es tanto más destacable cuanto más ha
sorprendido a las autoridades económicas.
En el terreno de lo más esperado se encuentra su menor severidad
(las contracciones en EEUU y Alemania han sido inferiores a las
habituales), aunque, también consecuentemente con la evidencia
empírica, la sincronía de la recuperación en ciernes no impedirá que
sea más explícita en EE UU que en Europa (Japón es, por no pocas
circunstancias, un caso aparte). Sólo queda confiar en que la
observación de esas regularidades, y la todavía no tan suficiente
documentación de los errores que abortaron las fases de expansión o
prolongaron en exceso las recesiones, sean asimiladas con la
eficacia suficiente para que los ciclos, aun cuando contemos con
ellos, no resulten tan sorprendentes.