La severidad y la
extensión global con que desde hace meses están manifestándose las
correcciones en las cotizaciones de los mercados de acciones, en
particular las de las empresas más próximas a ese amplio sector de
las tecnologías de la información y de las telecomunicaciones (
TIT), han precipitado la formulación de veredictos minimizadores de
las transformaciones económicas que, hasta la extensión de ese
“crash” por entregas, se asumían asociadas a la aceleración del
progreso técnico que tiene lugar a partir de la segunda mitad de los
noventa. Lo que hasta hace poco más de un año se consideraba una
revolución tecnológica con implicaciones económicas de gran alcance,
hoy parece diluir su trascendencia al mismo ritmo que lo hace el
número de empresas integrantes del censo “puntocom” o al que las
clásicas operadoras de telecomunicaciones ven deteriorarse sus
posibilidades de crecimiento y su estructura financiera. En un plazo
mucho más breve que el correspondiente a otras discontinuidades
tecnológicas generadoras igualmente de “nuevas economías” ( la que
supuso la mecanización del textil, la extensión de la máquina de
vapor, el ferrocarril o la electricidad) hemos pasado de una
situación razonablemente caracterizada de “exuberancia irracional” a
ese pesimismo, en mi opinión, igualmente carente de fundamento, hoy
dominante. Que el
potencial económico, la generación de una mayor eficiencia en
numerosas actividades y procesos empresariales, derivado del aumento
en la capacidad de computación y de la creciente conectividad que
esas tecnologías propician, tuvo un reflejo excesivo en las
presunciones de beneficios de las empresas, es un hecho
incuestionable. Muchos de los inversores en acciones de las
compañías más próximas a esa dinámica de innovación erraron en la
asunción de la continuidad indefinida de ascenso en sus
cotizaciones, e incluso en la de la rentabilidad de las aplicaciones
derivadas de esas innovaciones. Su desplome, y la selección que
desde entonces esta teniendo lugar en el seno de esas empresas, no
es expresiva de un arraigo insuficiente de esas transformaciones
tecnológicas sino, en mucha mayor medida, de todo lo contrario. La
rápida difusión de esas tecnologías, su creciente versatilidad
funcional, hasta convertirlas en herramientas de uso general, lejos
de favorecer la preservación de ventajas competitivas, las hace más
efímeras. Una de las consecuencias más explícitas de la nueva
economía es la intensificación y extensión global de la competencia,
la traslación de beneficios hasta ahora apropiados por las empresas
a los consumidores: la presión a la baja de los márgenes, en
definitiva. Y eso, junto a una sobrepoblación de oferentes en el
sector de TIT, es lo que han acabado asimilando los mercados
financieros. De la intensa purga bursátil no cabe deducir,
sin embargo, la paralización del ritmo de innovación tecnológica que
está detrás de lo que, quizás de una forma excesivamente
pretenciosa, se denominó nueva economía; tampoco puede cuestionarse
su arraigo en la actividad empresarial, con el fin de seguir
generado esos aumentos de productividad ya observados en algunas
economías. En consecuencia, la demanda de los bienes y servicios
asociados a esas tecnologías lejos de estancarse indefinidamente es
razonable que experimente una recuperación, pero es verdad que ello
no significará necesariamente la generación de beneficios tan
extraordinarios como los que transmitían las cotizaciones de esas
empresas hasta marzo de 2000. La verificación de las leyes de Moore
y de Metcalfe ( refieren, respectivamente, al ritmo de crecimiento
de la capacidad de computación manteniéndose los precios constantes
y al crecimiento del valor de las redes a media que lo hace el
número de sus usuarios), seguirá amparando la demanda de esas
tecnologías para usos cada vez más amplios, desde el comercio a la
organización de las empresas, desde las comunicaciones simples a la
cirugía a distancia. En todas las aplicaciones, un denominador común
sobresale, al igual que en otras revoluciones tecnológicas
precedentes, el dominio del conocimiento. La diferencia es que ahora
la difusión de ese conocimiento ( no solo la de la información) es
mucho más fácil y, desde luego, más barata. La convergencia
de ese aumento en la capacidad de computación con las comunicaciones
y la información, la extensión de la conectividad entre un número
creciente de usuarios, ya han demostrado parte de su potencial de
transformación en las formas en que los bienes y servicios son
producidos y ofrecidos en los mercados; también han puesto de
manifiesto la generación de ganancias de eficiencia, al tiempo que
estimulan adaptaciones en un número creciente de sectores
empresariales, más allá de los más prototípicos de la economía
digital. Cambios todos ellos que, en un contexto internacional cada
vez más próximo a la integración de los mercados, garantiza su
arraigo e irreversibilidad. Que esas transformaciones no motiven la
modificación de los principios y leyes económicas básicas ( los
ciclos económicos, sin ir más lejos), como los más optimistas
defensores de las primeras formulaciones de la nueva economía
defendían, no significa en modo alguno que no estemos en el inicio
de una de las más importantes mutaciones del sistema económico. Sus
consecuencias no amparan ese brusco pendulazo en los estados de
ánimo que no solo los mercados financieros han sufrido en el último
año y medio. |