Los ciudadanos españoles son, según el último Eurobarómetro, los
europeos que más apoyo otorgan a la ampliación de la UE: un 73% se
muestra decididamente partidario de la misma, al tiempo que solo un
4% se manifiesta contrario a cualquier tipo de ampliación.
¿Expresión de generosa solidaridad con las poblaciones de los diez
países recientemente aceptados, valoración optimista del impacto
sobre la economía española o falta de información sobre las
verdaderas implicaciones de la ampliación? Probablemente de todo un
poco, pero de la atenta lectura de esa encuesta de la UE (realizada
entre el 11 y el 21 del pasado septiembre) cabe deducir que el peso
de la tercera razón puede ser superior al de las otras dos.
De los españoles entrevistados, un 31% no había oído hablar de la
ampliación de la Unión Europea antes de que les entrevistaran; un
69% fue incapaz de citar al menos uno de los países candidatos y
menos del 20% acertó a señalar el año 2004 como el de culminación de
ese proceso, al tiempo que el porcentaje de españoles manifestando
directamente el desconocimiento en esta cuestión es el mas elevado
de los registrados.
Esa insuficiente información sobre lo que sin duda será una de
las decisiones más importantes de la historia comunitaria cuestiona,
en primer lugar, la eficacia de la presidencia española (concluida
dos meses antes de que realizara esa encuesta) para extender el
conocimiento de la propia dinámica de integración europea. En
segundo lugar, confirma la presunción de que no existe una
correspondencia estrecha entre el importante grado de apertura al
exterior de nuestra economía y la capacidad de anticipación por sus
agentes de episodios que pueden condicionarla seriamente en el
futuro. Pone en solfa, en definitiva, la retórica europeísta en la
que se amparan algunas decisiones de política económica.
Es un hecho que la economía española se verá afectada por la
incorporación de los diez países seleccionados en dos aspectos
fundamentales: en la continuidad de las ayudas que ha venido
percibiendo España de la UE y en la más difícil de cuantificar, pero
no menos significativa, amenaza competitiva que las ventajas en
costes de esos países pueden ejercer sobre algunos sectores
productivos españoles. La entrada en la UE de economías con un nivel
de renta por habitante muy por debajo de la media comunitaria ( y
significativamente inferior al nuestro) y un peso específico del
sector primario superior al promedio en algunas de ellas,
determinará una redistribución de las asignaciones del presupuesto
comunitario.
Recordemos que España sigue siendo el principal receptor de
fondos comunitarios por todos los conceptos: el primero en fondos
estructurales y el segundo en los derivados de la Política Agrícola
Común (PAC) y que, en ausencia del improbable aumento del
presupuesto comunitario, esos fondos pasarán a ser compartidos con
los nuevos miembros.
Tan relevante o más que la reducción de esa importante fuente de
ingresos pueden ser las consecuencias sobre aquellos sectores más
intensivos en factor trabajo, en los que los nuevos entrantes puedan
exhibir sus costes más bajos. Incluso en sectores en los que la
modernización productiva ha sido un hecho, como el del automóvil, la
industria española empieza a percibir serias advertencias
deslocalizadoras a favor de algunos de esos nuevos miembros,
más baratos y más próximos a los grandes mercados.
La única respuesta válida frente a esas, ya no tan lejanas,
amenazas, es el aumento de la eficiencia, de la productividad, no
sólo en los sectores más vulnerables, sino en el conjunto de la
economía. Y ello exige inversión: fortalecimiento de la base de
capital (físico, tecnológico y humano) de nuestra economía. Ni la
privada (manifiestamente decreciente, excluida la construcción, en
los dos últimos años) , ni la de naturaleza pública, parecen haber
reaccionado a esa inmediata alteración en la morfología europea y a
un entorno excepcionalmente propicio al
endeudamiento.