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EDICIÓN IMPRESA > OPINIÓN ESTADÍSTICA DE LA NOTICIA
Domingo, 10 de marzo de 2002

Algo más que un escándalo

EMILIO ONTIVEROS

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la UAM.

Las quiebras son necesarias. Los fracasos empresariales, nos dice la visión más radicalmente liberal, forman parte de ese proceso de 'destrucción creativa' al que se refería Schumpeter para asentar los procesos de innovación, y mediante el cual se regenera permanentemente el capitalismo. El colapso de Enron es, sin embargo, algo más que una pieza más de esa cadena darwinista a través de la que avanza el sistema basado en el libre mercado. Ese caso, lejos de ilustrar la severidad de la exposición a la libre competencia, lo hace con ese fácil desplazamiento de la competencia desde el mercado a la arena política; es una historia plagada de elementos característicos de ese crony capitalism, del capitalismo de amiguetes, que justificó la mayor vulnerabilidad a las crisis financieras de algunos países en desarrollo. No le faltaba razón a Paul Krugman cuando, dos semanas después de declarase la quiebra del gigante energético, advertía de las inquietantes similitudes políticas con la emergencia de la crisis de las economías del sureste asiático; tampoco exagera Tom Plate cuando asigna a Enron buena parte de los rasgos propios de los chaebol coreanos, tan propensos a la opacidad y a la corrupción.

Las informaciones que se deducen de los distintos comités de investigación creados desde la quiebra extienden esos denominadores comunes a la presión activa de los responsables de esa compañía sobre el proceso de desregulación del sector, a su cómoda y convincente interlocución con las instituciones supervisoras, a su generosa contribución a la financiación de las campañas del entonces candidato a la presidencia y, lo que quizás sea más relevante, a la manifiesta manipulación de la información contable de la empresa, con el fin de beneficiar a un muy reducido número de sus propietarios, la mayoría de ellos con responsabilidades de gestión en la empresa, a costa del resto de los inversores, incluidos los propios empleados de Enron.

Esa intencionada y sistemática distorsión de la información que, con la complicidad activa de su auditor de cabecera, llevaron a cabo durante varios años los administradores de la séptima compañía más grande de EEUU, constituye la más seria amenaza a la confianza en el propio sistema económico. Sin menoscabo de sus efectos en otros ámbitos, sobre la calidad de la información descansan las posibilidades de evaluación de riesgos, y con ellas, la estabilidad, el desarrollo y la ampliación de la base de inversores en los mercados de capitales, pieza central del sistema de económico. La magnitud de la quiebra moral que ha puesto de manifiesto el engaño de los que tenían confiada la administración de esa empresa, y la tolerancia, o ignorancia, mostrada por analistas bancarios, agencias de evaluación crediticia y los propios auditores, es superior a la ya suficientemente acreditada como la más importante bancarrota de la historia, según las magnitudes al uso.

El escepticismo acumulado en los últimos años acerca de la discrecionalidad con que se asignaban y se ejercían algunos sistemas de remuneración de directivos basados en la evolución de la cotización de las acciones propias se torna ahora en un factor de desconfianza adicional; esos sistemas han dejado de ser asumidos por la mayoría de los inversores como respuestas racionales a las relaciones de agencia consecuentes con el creciente divorcio entre propiedad y control que tiene lugar en las grandes corporaciones, para contemplarse como incentivos a la adulteración contable y, en no pocas ocasiones, al estrechamiento de los horizontes con que se gestionan las empresas.

Que los acontecimientos que estamos conociendo estos días hayan tenido lugar en el país más poderoso del mundo, constituido en la referencia paradigmática del sistema, no favorece precisamente la recuperación de la confianza en la capacidad de las instituciones para salvaguardar los intereses de los inversores individuales y, mucho menos, en la de los mercados de capitales para llevar a cabo ese escrutinio que subyace en su supuesta eficiencia. La más favorable de las interpretaciones que pueden hacerse de las posibles implicaciones de este episodio es la que confía en la capacidad de aprendizaje y de renovación del sistema en aquel país. Por ingenua que ésta sea, es más saludable que las que identifican lo ocurrido con un error aislado, o las que lo atribuyen a la extensión de la denominada 'nueva economía' o a la ambigüedad reguladora en cualquiera de los ámbitos en los que el caso Enron ha mostrado la cara más adversa, aunque no la más infrecuente, del capitalismo.


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