Las quiebras son necesarias. Los fracasos empresariales, nos dice
la visión más radicalmente liberal, forman parte de ese proceso de
'destrucción creativa' al que se refería Schumpeter para asentar los
procesos de innovación, y mediante el cual se regenera
permanentemente el capitalismo. El colapso de Enron es, sin embargo,
algo más que una pieza más de esa cadena darwinista a través de la
que avanza el sistema basado en el libre mercado. Ese caso, lejos de
ilustrar la severidad de la exposición a la libre competencia, lo
hace con ese fácil desplazamiento de la competencia desde el mercado
a la arena política; es una historia plagada de elementos
característicos de ese crony capitalism, del capitalismo de
amiguetes, que justificó la mayor vulnerabilidad a las crisis
financieras de algunos países en desarrollo. No le faltaba razón a
Paul Krugman cuando, dos semanas después de declarase la quiebra del
gigante energético, advertía de las inquietantes similitudes
políticas con la emergencia de la crisis de las economías del
sureste asiático; tampoco exagera Tom Plate cuando asigna a Enron
buena parte de los rasgos propios de los chaebol coreanos,
tan propensos a la opacidad y a la corrupción.
Las informaciones que se deducen de los distintos comités de
investigación creados desde la quiebra extienden esos denominadores
comunes a la presión activa de los responsables de esa compañía
sobre el proceso de desregulación del sector, a su cómoda y
convincente interlocución con las instituciones supervisoras, a su
generosa contribución a la financiación de las campañas del entonces
candidato a la presidencia y, lo que quizás sea más relevante, a la
manifiesta manipulación de la información contable de la empresa,
con el fin de beneficiar a un muy reducido número de sus
propietarios, la mayoría de ellos con responsabilidades de gestión
en la empresa, a costa del resto de los inversores, incluidos los
propios empleados de Enron.
Esa intencionada y sistemática distorsión de la información que,
con la complicidad activa de su auditor de cabecera, llevaron a cabo
durante varios años los administradores de la séptima compañía más
grande de EEUU, constituye la más seria amenaza a la confianza en el
propio sistema económico. Sin menoscabo de sus efectos en otros
ámbitos, sobre la calidad de la información descansan las
posibilidades de evaluación de riesgos, y con ellas, la estabilidad,
el desarrollo y la ampliación de la base de inversores en los
mercados de capitales, pieza central del sistema de económico. La
magnitud de la quiebra moral que ha puesto de manifiesto el engaño
de los que tenían confiada la administración de esa empresa, y la
tolerancia, o ignorancia, mostrada por analistas bancarios, agencias
de evaluación crediticia y los propios auditores, es superior a la
ya suficientemente acreditada como la más importante bancarrota de
la historia, según las magnitudes al uso.
El escepticismo acumulado en los últimos años acerca de la
discrecionalidad con que se asignaban y se ejercían algunos sistemas
de remuneración de directivos basados en la evolución de la
cotización de las acciones propias se torna ahora en un factor de
desconfianza adicional; esos sistemas han dejado de ser asumidos por
la mayoría de los inversores como respuestas racionales a las
relaciones de agencia consecuentes con el creciente divorcio entre
propiedad y control que tiene lugar en las grandes corporaciones,
para contemplarse como incentivos a la adulteración contable y, en
no pocas ocasiones, al estrechamiento de los horizontes con que se
gestionan las empresas.
Que los acontecimientos que estamos conociendo estos días hayan
tenido lugar en el país más poderoso del mundo, constituido en la
referencia paradigmática del sistema, no favorece precisamente la
recuperación de la confianza en la capacidad de las instituciones
para salvaguardar los intereses de los inversores individuales y,
mucho menos, en la de los mercados de capitales para llevar a cabo
ese escrutinio que subyace en su supuesta eficiencia. La más
favorable de las interpretaciones que pueden hacerse de las posibles
implicaciones de este episodio es la que confía en la capacidad de
aprendizaje y de renovación del sistema en aquel país. Por ingenua
que ésta sea, es más saludable que las que identifican lo ocurrido
con un error aislado, o las que lo atribuyen a la extensión de la
denominada 'nueva economía' o a la ambigüedad reguladora en
cualquiera de los ámbitos en los que el caso Enron ha
mostrado la cara más adversa, aunque no la más infrecuente, del
capitalismo.