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EMILIO
ONTIVEROS
Uno de los elementos más
preocupantes que se deducen de la información sobre el
crecimiento de la economía española durante el primer
trimestre de este año es la desaceleración en términos
interanuales de la inversión en bienes de equipo. Descensos
tales son poco compatibles con el por tantas razones necesario
crecimiento de la productividad. Que la productividad alcance
ritmos de crecimiento razonables es, por ejemplo, una de las
más importantes condiciones que puede contribuir a asegurar la
viabilidad del sistema público de pensiones, de renovada
actualidad tras conocerse la atención que le presta el último
Informe Económico sobre España de la OCDE. Aunque de forma
menos intensa y más dispersa en su tratamiento, las
consideraciones que en esa revisión anual se hacen sobre la
productividad del trabajo (la cantidad de producto por hora
trabajada) de la economía española no son menos
relevantes.
En el periodo 1987-1994 la tasa
media de crecimiento de la productividad fue del 2,3% (cuatro
décimas superior al promedio de los países que integraron el
área euro y seis décimas por encima del promedio de la OCDE),
mientras que en los años 1994-2000, con una tasa media de
crecimiento del 0,8% nos situamos en la última posición de
ambas zonas, con promedios de 1,2% en el área euro y del 1,7%
en la OCDE. El diferencial de productividad frente a los
países del área euro se amplía cuando las comparaciones se
centran en la industria, dado su más pronunciado descenso en
el último lustro. El declive de ese indicador desde mediados
de los noventa en nuestro país se nos presenta como la
contrapartida más explícita del crecimiento del empleo en el
mismo periodo, pero hay que tener cuidado en no considerarla
como el acompañante inseparable del buen comportamiento de los
mercados de trabajo. En las economías de EE UU, Irlanda,
Finlandia o Suecia, nos advierte la OCDE, una notable creación
de empleo ha coexistido con elevaciones igualmente destacables
de las ganancias de productividad. La intensidad de la
inversión en nuevas tecnologías, el arraigo de la 'nueva
economía', es la explicación del aumento en el potencial de
esos países. Algo imposible de observar en España a lo largo
de esta última fase de crecimiento de su economía.
El gasto total en tecnologías de
la información y de las telecomunicaciones se mantiene en
España por debajo del 2% del PIB, mientras que el promedio de
la OCDE es superior al 4%. Cualquier otro indicador de la
penetración en España de esos vientos de renovación no es más
favorable: el número de usuarios de Internet ( 9,2 por cada
100 habitantes, frente al 10,9 de promedio en la OCDE), los
hosts de Internet (15,7 por cada 100 habitantes, frente
a 37,5 en la OCDE) o el volumen de comercio electrónico
ilustran ese retraso, cuya excepción más destacable es el
rápido desarrollo que está teniendo la actividad bancaria en
la red o, más concretamente, las importantes inversiones que
algunas entidades han hecho en ese canal.
Una de las razones que aporta la
OCDE a esa relativamente lenta irrupción en España es el coste
relativamente elevado de la telefonía fija, superiores al
promedio de las vigentes en los países industrializados.
Quizás más vinculante en la explicación no sólo de esa
posición en la nueva economía, sino de la más genérica
evolución de la productividad de nuestra economía es el
reducido esfuerzo que representa la inversión en investigación
y desarrollo: frente a un 2% del PIB de promedio en la OCDE,
en España ese gasto ha descendido durante los noventa,
situándose en 1999 por debajo del 0,5% del PIB.
Una razón para la esperanza: a
poco que apliquemos las políticas correctas y asignemos
recursos superiores a los asignados hasta ahora, la economía
española podrá experimentar un salto significativo . La
transición a la nueva economía se nos presenta ahora más que
nunca como la precondición para financiar las pensiones de los
cada día menos viejos
ciudadanos. |