La actitud hacia el riesgo, la generación de
estímulos a la capacidad para emprender, la disposición
de nuestras instituciones financieras a facilitar el
acceso a la financiación de las empresas recién nacidas,
la proximidad entre las empresas y las universidades,
son algunas de las tendencias que deberían acompañar la
deseable digitalización de nuestra economía: la
optimización de su aprovechamiento y la amplia
diseminación de sus ventajas.
La
manifestación macroeconómica más elocuente del arraigo
de la nueva economía es el crecimiento en la
productividad del factor trabajo (el valor de la
producción por empleado, también medida por hora
trabajada), condición a su vez para la ampliación del
potencial de crecimiento de cualquier economía. A la
utilización intensiva de las tecnologías de la
información y de las comunicaciones (TIC) se atribuye la
excepcionalidad de los registros que ese indicador
exhibió en EEUU durante la segunda mitad de los noventa
y el salto en el carácter estructural de la misma. En
otros países (Australia, Dinamarca, Irlanda, Finlandia,
Noruega) también se ha podido identificar esa asociación
entre crecimiento de la productividad y progreso
tecnológico: la eficiencia global con que el trabajo y
el capital son utilizados.
El contraste con la
mayor parte de Europa fue el objeto de atención del
artículo anterior de esta serie; junto a la desigual
incorporación en ambos bloques de esas tecnologías
digitales, también identificamos razones de naturaleza
estructural, específicamente vinculadas a los
respectivos sistemas económicos. Buena parte de las
razones en las que se ampara la brecha digital entre
ambos bloques económicos servirían para hacerlo con el
relativo retraso que exhibe la economía española.
Conviene, sin embargo, ser algo más precisos.
Que
en la economía española no se han reunido los factores
que propiciaron la explosión en el crecimiento de la
productividad en otras latitudes es una realidad
contundente. De hecho, desde 1995 la productividad del
trabajo en los sectores no financieros de nuestro país
ha descendido de forma significativa, en 2.7 puntos
porcentuales (desde el 3.6% al 0.9%) frente al período
1980-1994, como nos recuerda una reciente investigación
; una desaceleración que, además de ser común a todas
las ramas de la economía española, es más intensa que la
observada en el conjunto de la UE (con el consiguiente
freno al avance de la convergencia real con nuestros
socios). Uno de los factores que ayudaría a explicar ese
desfase de la productividad española se encuentra un no
menos significativo retraso tecnológico de nuestro país:
una brecha que es también suficientemente explícita en
el área digital.
Aún cuando el ritmo de
incorporación por la economía española de esas
tecnologías ha sido considerable en el último año, es de
bastante menor intensidad que el registrado en los
países de nuestro más inmediato entorno. Cualquiera de
los indicadores convencionales, desde la penetración de
Internet entre la población hasta la importancia
relativa del comercio electrónico en sus principales
modalidades ilustran suficientemente ese retraso. Hasta
aquí las malas noticias.
La esperanza en la
corrección de esa tendencia descansa en el grado de
cualificación creciente de los trabajadores españoles y,
en consecuencia, en la posibilidad de rápida absorción
de esos avances disponibles. En la medida en que las
tecnologías artífices de esos aumentos de la
productividad, a diferencia de las que protagonizaron
revoluciones tecnológicas precedentes, son de fácil y
barata difusión, es de esperar que, a poco que se
intensifique la inversión por empleado se apreciarán
repuntes en la productividad del trabajo y en la del
conjunto de los factores. No es una esperanza vana: el
estudio referido subraya que es la mejora en la calidad
del capital humano la que explica casi totalmente el
moderado crecimiento de la productividad española en el
quinquenio 1995-2000. Sobre el elevado grado de
complementariedad que existe entre el uso de las nuevas
tecnologías y la cualificación del factor trabajo
descansa esa razonable presunción.
Si,
paralelamente al aumento de la profundización del
capital, se consigue que nuestro sistema económico
asimile con igual rapidez algunos de los rasgos que
impulsaron la nueva economía estadounidense, las razones
para el desánimo serán escasas. La actitud hacia el
riesgo, la generación de estímulos a la capacidad para
emprender, la disposición de nuestras instituciones
financieras a facilitar el acceso a la financiación de
las empresas recién nacidas, la proximidad entre las
empresas y las universidades, son algunas de las
tendencias que deberían acompañar la deseable
digitalización de nuestra economía: la optimización de
su aprovechamiento y la amplia diseminación de sus
ventajas. Del ritmo al que tenga lugar dependerá la
afloración de esas ganancias de eficiencia que la
mayoría de los modelos anticipan y con ellas la
posibilidad de ampliación de nuestro potencial de
crecimiento.
Por Emilio Ontiveros
Baeza
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