En la Cumbre de Lisboa de marzo de 2000 los quince
máximos mandatarios de los países miembros de la Unión Europea
hicieron un ejercicio poco común: reconocer la mayor capacidad
de la economía estadounidense para garantizar mejores cotas de
prosperidad para sus ciudadanos. En realidad, no era algo
nuevo. El crecimiento de la economía norteamericana ha
superado al de la europea en todos los aspectos excepto tres
de los últimos veinte años, con una significativa ampliación
de esa brecha en los diez más recientes, hasta el punto de que
la renta por habitante de Europa no supera el 65% de la
estadounidense. Pero lo más espectacular era la
coexistencia en el último lustro del siglo de una envidiable
expansión con el mantenimiento de una tasa de paro en mínimos
de las tres últimas décadas y sin repuntes inflacionistas
inquietantes. La evolución de la productividad del trabajo en
la zona euro ha seguido en ese periodo la tendencia contraria,
incapaz de registrar simultáneamente variaciones positivas en
el empleo y en el valor por hora trabajada de los empleados.
En el centro de las explicaciones del círculo virtuoso
estadounidense se encontraban las tasas de crecimiento de la
productividad del factor trabajo en el sector no agrario a
partir de mediada la década de los noventa: del aumento del
potencial de crecimiento no inflacionista de esa economía. La
explosión en la producción y en el uso de las tecnologías de
la información y de las comunicaciones era la responsable de
la singularidad de ese periodo en la historia económica. A
pesar de que algunas de las innovaciones más importantes de la
sociedad de la información nacieron en Europa, todos los
indicadores más utilizados para evaluar el grado de arraigo de
la nueva economía, en particular los referidos a la
digitalización de las actividades económicas (penetración de
los ordenadores personales y de Internet sobre el total de la
población, ya sea desde los hogares o desde los centros de
trabajo, o la importancia absoluta y relativa del comercio
electrónico en todas sus modalidades) ponen de manifiesto un
retraso del conjunto de la Unión Europea con respecto a EE.UU.
Ahora bien, si destacable es la brecha digital (estimada
según diferentes trabajos en un retraso entre tres y cinco
años), lo más relevante es preguntarse hasta qué punto la
disposición de dotaciones tecnológicas similares podría llegar
a generar resultados equivalentes a los observados en esos
cinco años dorados de la economía de EE.UU. Y en este punto la
Cumbre de Lisboa acertó, en líneas generales, en el
diagnóstico. Son las diferentes condiciones estructurales de
ambas economías las que han propiciado hasta ahora tan
desigual comportamiento, tan diferente transformación en valor
de su correspondientes dotaciones tecnológicas. Es, por tanto,
la modificación de éstas, la que puede garantizar una
inserción en la economía del conocimiento de los países
europeos similar a la de EE.UU. La difusión de las tecnologías
de la información, a diferencia de otras, no es cara, pero la
disposición de sistemas económicos eficientes (de mercados que
funcionen, de sistemas financieros próximos a la generación de
proyectos con riesgo distinto a los normales, de sistemas
educativos igualmente propiciadores de la capacidad para
emprender, etc.) exige algo más que aumentar el gasto en esas
tecnologías. La profesión de fe en la nueva economía del
Consejo Europeo de Lisboa se puso de manifiesto en el papel
central que se le asignaba a la iniciativa denominada
“e-Europa”, lanzada por la Comisión en diciembre de 1999.
Junto a los objetivos en que se concreta el plan de acción de
esa iniciativa, cifrados en torno a indicadores expresivos de
la digitalización de Europa como los antes señalados, se
ponían sobre la mesa un conjunto de reformas estructurales. La
creación de veinte millones de puestos de trabajo y una tasa
media de crecimiento económico del 3% serían las consecuencias
más visibles de ese empeño en converger con EE.UU. En el año
2010, se recogía en la declaración final de Lisboa, la Unión
Europea albergará “la economía más dinámica y competitiva del
mundo, basada en el conocimiento; capaz de un crecimiento
sostenible con creación de mejores empleos y con un mayor
grado de cohesión social.” Es pronto para avaluar el grado de
concreción de esos propósitos, pero no lo es para afirmar la
relativa lentitud en la traslación de los enunciados de las
reformas estructurales a decisiones de las distintas
autoridades nacionales, responsables en última instancia de
convertir en realidad lo que hasta hoy es únicamente una
ambiciosa aspiración.
Por Emilio Ontiveros
Baeza
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