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EMILIO ONTIVEROS
El 1 de abril de 1991, de la mano del
ministro de Economía, Domingo Cavallo, entraba en vigor un nuevo
régimen cambiario en Argentina basado en la modalidad conocida como
currency board: una autoridad monetaria que sustituye de
hecho al banco central en la definición de su función más genuina,
la política monetaria, introduciendo una forma rígida del sistema de
tipos de cambio fijo. El nuevo régimen garantizaba por ley la
convertibilidad plena del recién rebautizado peso (10.000 australes)
en dólares (la moneda ancla) a un cambio de uno por uno. Una
decisión que contribuyó de forma determinante al radical descenso de
la inflación (desde tasas de tres dígitos a las de uno), a asentar
durante algunos años un buen ritmo de crecimiento y, en
consecuencia, a reducir los dos factores de riesgo -de cambio y de
solvencia- a los que los inversores internacionales habían definido
una justificada aversión desde hacía años.
Diez años más tarde, el mismo Cavallo
vuelve a ocupar la misma cartera en un Gobierno bien distinto, con
la misión de sacar al país de una larga e intensa recesión. Se
encuentra un país con una situación ciertamente comprometida, en el
que la recaudación tributaria sigue siendo reducidísima (apenas
equivalente al 17% del PIB), una deuda exterior de 124.000 millones
de dólares, una tasa de paro del 15%, un clima político enrarecido
y, como es lógico, con una confianza de los agentes económicos,
internos y externos, por los suelos. En la radical reversión de
aquel cuadro virtuoso al que parecía conducir el currency
board influyeron factores domésticos y, muy especialmente, de
carácter internacional: desde la crisis de México y el consiguiente
tequilazo de diciembre de 1994 hasta la forzada devaluación
del real brasileño a principios de 1999. La constante de esos años
ha sido una manifiesta apreciación del dólar (del 40% frente al real
brasileño, la moneda del país con el que lleva a cabo más del 30% de
sus intercambios comerciales) y, por tanto, del peso, sin que, como
presupone el sistema monetario aplicado, los argentinos hayan
disfrutado del mismo nivel de tipos de interés. Todo lo contrario:
con nulas tasas de inflación ha tenido que soportar primas por
riesgo en la captación de capitales que han superado incluso las de
economías igualmente consideradas emergentes pero con regímenes
cambiarios más discrecionales.
La recuperación de la confianza que el
superministro se empeña ahora en conseguir a través de la nueva Ley
de Competitividad en modo alguno cuestiona la liberación de ese
corsé en el que ha acabado convirtiéndose el régimen cambiario. Es
cierto que su ruptura (la devaluación del peso en una magnitud
equivalente a la apreciación que define) incorporaría costes
importantes, tanto mayores cuanto más dolarizados se
encuentran los pasivos de numerosas empresas. Si la hoy mayor
probabilidad de un desenlace tal está inhibiendo los necesarios
flujos de capital exterior, también lo está haciendo la percepción
de un mayor riesgo de solvencia: la eventualidad de que Argentina
deje de pagar sus deudas externas. La complejidad política se
sobrepone en este punto a la significativa complejidad técnica para
conseguir que, con los retoques arancelarios, el establecimiento de
un impuesto sobre las transacciones financieras y una eventual
amnistía fiscal encubierta en la emisión de pagarés ciegos, los
agentes económicos nacionales y extranjeros eleven su confianza en
Domingo Cavallo a los niveles de hace justo diez años. La bendición
cambiaria de entonces es ahora una verdadera trampa para las
ambiciosas pretensiones de su progenitor. |