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Es cierto que no hay dos recesiones iguales, pero no lo es
menos que los rasgos específicos de la que atraviesan
actualmente las economías europeas son suficientemente
relevantes para que, más allá de su singularización técnica,
condicionen seriamente las posibilidades y características de
la recuperación subsiguiente. Será, en efecto, la que suceda a
la recesión más intensa que ha vivido Europa desde la década
de los treinta, una recuperación más lenta y sin la capacidad
de creación de empleo de las precedentes. Hasta bien entrado
1995 no es probable que las economías agrupadas hoy en la
Unión Europea (UE) registren tasas de crecimiento superiores
al 2% y, en consecuencia, inicien una senda de reducción del
desempleo, que se estima puede alcanzar al término de ese año
al 11,5% de la población activa.En los orígenes de esos rasgos
diferenciales concurren explicaciones que necesariamente han
de remitirnos a las políticas practicadas en el pasado, al
dominio de las políticas monetarias en la lucha contra la
inflación ante el insuficiente rigor con que se han conducido
las finanzas públicas. Pero, junto a ello, en los perfiles de
la actual recesión se identifican igualmente alteraciones
estructurales en el propio sistema económico, en la dinámica
competitiva de la economía mundial, frente a las que las
economías europeas no han mostrado la capacidad de adaptación
requerida. Ante una situación tal, las respuestas han de estar
orientadas fundamentalmente a esa adaptación estructural; las
actuaciones convencionales de política económica no pueden ir
mucho más allá de esa generalizada reducción de los tipos de
interés oficiales que está teniendo lugar, tanto más cómoda de
instrumentar cuanto menor es la restricción formal impuesta
por el mecanismo de cambios del Sistema Monetario Europeo tras
la ampliación de las bandas de fluctuación decidida el pasado
2 de agosto.
La insuficiente sensibilidad de la inversión a ese descenso
en los tipos de interés o la constatación de la paradójica
coexistencia de éstos con significativos aumentos de la
propensión al ahorro constituye otro de los exponentes
diferenciales de esta recesión. Independientemente de las
dificultades para que esas reducciones en el precio oficial
del dinero sean efectiva y rápidamente transmitidas por el
sistema crediticio a los demandantes potenciales de crédito,
son las expectativas de éstos las que condicionan en
mayor medida las decisiones de consumo e inversión. A la
formación de esas expectativas no es ajeno el deterioro de las
finanzas públicas en la generalidad de los países. En
promedio, los países de la UE presentarán un déficit público
del 7% del PIB al término de este año y un endeudamiento que
superará el 65% del PIB, sin que sea posible anticipar
reducciones significativas en los próximos años, a pesar de la
voluntad de la mayoría de los Gobiernos por instrumentar
programas de consolidación presupuestaria. Por contra, la
magnitud de las obligaciones derivadas de los sistemas
públicos de pensiones elevarían sustancialmente esa deuda. En
un estudio reciente de la OCDE se estima que el valor actual
de esas obligaciones futuras, netas de las correspondientes
contribuciones, podría llegar a doblar la deuda
convencionalmente reconocida. Ni qué decir tiene que la
prolongación de la actual fase recesiva no favorecería
precisamente la alteración de esa tendencia; mucho menos,
ejercicios expansivos que redujeran aún más los ingresos
públicos o aumentaran el gasto. La continuidad en los
descensos de los tipos de interés es, por tanto, la única
herramienta en manos de los Gobiernos europeos -de sus bancos
centrales para ser más precisos- para pro piciar la
recuperación de las eco nomías. Con todo, ello no garantizará
por sí solo la llegada de la recuperación, y mucho menos que
ésta se vea acompañada de la necesaria creación de puestos de
trabajo. Adicionalmente a la adaptación por esa vía a las
condiciones cíclicas es preciso responder a esas alteraciones
estructurales que han tenido lugar en los últimos años en la
economía mundial, y esas respuestas no pueden limitarse
exclusivamente a los Gobiernos.
Las economías industrializadas experimentan hoy las
consecuencias de amplios y genéricos procesos desreguladores
abordados durante la pasada década, determinantes de ese
elevado grado de integración internacional, de globalización,
que hoy define la economía mundial. Las nociones de empresa,
de empleo, de mercado o de inversiones estrictamente
nacionales pierden progresivamente su relevancia en la
adopción de decisiones económicas, y con ellos cualquier
acepción de la noción de soberanía o independencia económica.
Las estrategias empresariales, los modelos de organización y
gestión en que se concretan explotan esa mayor facilidad y
abaratamiento en la transmisión de innovaciones tecnológicas,
en los costes de comunicación y transporte. Las distintas
formas en que esas decisiones se materializan
-deslocalización, externalización, etcétera- tienen, entre
otras consecuencias, la reducción de la intensidad relativa
del factor trabajo en la estructura de costes de las empresas.
Es en ese contexto en el que hay que inscribir la creciente
incidencia de la competencia de las denominadas economías
emergentes, del centro y este de Europa, las latinoamericanas
y, por supuesto, las del sureste asiático. Son aquéllas en las
que hoy apenas se concentra una tercera parte de la producción
mundial, pero en las que se localizarán más del 90% del
crecimiento de la oferta mundial de trabajo en los próximos 50
años. Su potencial competitivo ha contribuido a esa alteración
en la dirección de los flujos internacionales de capitales ya
observable, cuya continuidad hay que asumir como un hecho más
de esa nueva dinámica competitiva en las que las economías
europeas han de sobrevivir.
La adaptación de las condiciones de funcionamiento del
mercado de trabajo son una parte importante de esas reformas
estructurales, que es necesario abordar para adecuar las
economías europeas a ese nuevo entorno: una precondición para
eludir las consecuencias evidentes de esa aceleración de la
sustitución de capital por trabajo con que se están
configurando algunos procesos productivos o de su definitivo
desplazamiento hacia otras áreas geográficas. Admitir, como ha
hecho la Comisión Europea, la urgencia de esas reformas no
equivale a considerarlas determinantes únicos de esa capacidad
de adaptación. El fortalecimiento estructural al que se han de
orientar las actuaciones de los Gobiernos exigirá extender la
voluntad de reforma a otros mercados y sectores con
comportamientos igualmente distantes de la necesaria, y
posible, eficiencia, aunque su trascendencia sobre el conjunto
de la economía sea menor. En algunos de los países
comunitarios, hace apenas un par de años, se formularon
propuestas en esa dirección, incorporadas a los planes o
programas de convergencia que las estipulaciones del Tratado
de Maastricht establecía. En España, esas propuestas
contenidas en el capítulo cuarto de aquel programa tuvieron el
apoyo mayoritario del Parlamento, pero ello no significó su
incorporación efectiva a las tareas del Gobierno.
Tan decepcionante como limitar la voluntad de reforma al
mercado de trabajo puede ser confiar exclusivamente a la
acción de los Gobiernos nacionales la recuperación y la más
vinculante supervivencia de las empresas en ese nuevo entorno.
La eficiencia productiva de las economías, su solidez y las
posibilidades para garantizar un crecimiento sostenido
dependerán, en última instancia, de la capacidad de adaptación
de las empresas. La organización y la gestión interna de las
empresas, las habilidades de los empresarios, en definitiva,
pueden ser hoy un factor más importante en el fortalecimiento
estructural de las economías que las limitadas políticas
públicas. La escasez de diagnósticos o contrastaciones
empíricas relevantes a este respecto no impide albergar la
sospecha de que ha de ser éste el otro gran ámbito al que ha
llegado la hora de las reformas.
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