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Once Estados europeos han culminado una de las cesiones de
soberanía más singulares de la historia. La desaparición de
sus monedas y la sustitución por una común, manteniendo una
completa autonomía política y presupuestaria, no dispone de
muchos precedentes relevantes desde los que se pueda anticipar
la peculiar transición que ahora se inicia. Razones hay para
experimentar un cierto vértigo, incluso cuando esa operación
se contempla desde un país como España, para el que la
creciente presunción de participación en la fase final de la
unión monetaria de Europa (UME) ya ha deparado beneficios muy
superiores a los esperados, constituyendo la principal fuente
de alimentación de ese círculo virtuoso del que viene
disfrutando su economía y la principal esperanza de
preservación del mismo.Hasta hace poco, la unificación
monetaria de Europa no era sino un ambicioso proyecto de
ingeniería política. Su finalidad no radicaba únicamente en la
generación de esas ganancias de eficiencia que se presumen
asociadas a la fijación irrevocable de los tipos de cambio de
las monedas de economías altamente integradas, sino quizás más
fundamentalmente en la eliminación de cualquier riesgo que
volviera a convertir al Viejo Continente en un escenario de
confrontación entre vecinos. Los progenitores de esa
operación, hoy distantes de las plataformas de celebración,
diseñaron un largo y programado proceso de transición a la
consecución del objetivo, equivalente al concebido en 1969 por
el ministro luxemburgués Pierre Werner, destinado a homologar
macroeconómicamente a los aspirantes a la unificación cuyas
posibilidades de éxito eran consideradas, reconozcámoslo,
limitadas. Las condiciones de acceso, fijadas en términos de
convergencia nominal de las economías con una especificación
cuantitativa y temporal arbitraria, debían encontrar, además
de la suficiente voluntad política en cada uno de los países,
la complicidad del entorno económico internacional, en modo
alguno garantizada en un momento de intensificación del grado
de globalización. En todo caso, la estricta satisfacción de
esas condiciones no garantiza por sí sola la viabilidad de la
unificación monetaria: en realidad, fueron concebidas como
selectivas barreras de entrada que evitaran la contaminación
inicial del proyecto con aquellas economías sin la suficiente
tradición de estabilidad y buena administración financiera.
Razones había, por tanto, para que el escepticismo se
adueñara de quienes siempre consideraron el perfeccionamiento
de la dinámica de integración europea como una amenaza, o de
aquellos otros, incluidos algunos banqueros centrales hoy
marcadamente europeístas, que, desde una perspectiva analítica
aparentemente más objetiva, consideraban el experimento como
un desafío a la doctrina económica en vigor. Los
acontecimientos posteriores a la definición del horizonte
integrador, y en particular los derivados de otra operación no
más amparada en el análisis económico, la reunificación
alemana, contribuyeron a que los resultados económicos no
fueran exactamente los previstos cuando el Consejo Europeo
decidió el inicio de la primera fase, el 1 de julio de 1990.
La diferenciación entre economías centrales y periféricas dejó
progresivamente de guardar una estricta correspondencia con
las probabilidades de superación de los exámenes de
selectividad establecidos en el Tratado de la Unión: el acceso
a la UME en primera convocatoria estaría más concurrido de lo
que se había previsto inicialmente. El proyecto dejaba de ser
la coartada para que Francia, Alemania y los disciplinados del
Benelux configuraran en solitario ese primer círculo
concéntrico de completa integración monetaria, en torno al
cual giraran unos candidatos cuyas probabilidades efectivas de
aproximación quedaban determinadas día a día por los mercados
financieros. En los gobiernos de algunos de esos países
centrales, además, se produjeron significativos relevos, cuyas
prioridades de política económica no eran exactamente las
mismas que las de sus predecesores. El proyecto mantuvo su
vitalidad, pero las condiciones de concreción ya eran algo
distintas a las previstas. La aventura reemplazaba a la
ingeniería.
Es cierto que la unificación monetaria tiene lugar entre
países en los que el grado de integración comercial es elevado
y comprometidos en la configuración de un verdadero mercado
único. Lo es también que las estipulaciones que regirán el
comportamiento de las economías en esta fase final de la UME,
especialmente las relativas a las finanzas públicas reflejadas
en el Pacto de Estabilidad y Crecimiento, reducen las
probabilidades de que se registren marcadas divergencias en
ese ámbito que podrían dificultar la definición de la política
monetaria por el Banco Central Europeo (BCE). Un banco
central, no conviene olvidar, que nace con el estatuto de
autonomía menos mediatizado de todos los existentes en el
mundo y sin grandes urgencias por conseguir una estabilidad de
precios en la zona sobradamente alcanzada antes de que entrara
en funcionamiento la tercera fase de la UME.
Pero no es menos cierto que en la propia singularidad de
esa operación, en la ausencia de una verdadera integración
económica y política simultánea con la unificación monetaria,
residen la mayor parte de las contingencias adversas que
pueden rodearla. Para que cobre todo su sentido aquella vieja
premonición de que "Europa se hará por la moneda o no se hará"
es necesario que la moneda recién nacida encuentre su mayor
protección en la firmeza de la perspectiva de intensificación
de la integración política: en la disposición de cauces que
fortalezcan la coordinación de aquellas otras políticas
económicas no directamente amparadas en la UME y en el
fortalecimiento de las propias instituciones políticas de la
UE.
Esa será la vía para resolver adecuadamente los conflictos
que sin duda existirán en el rodaje de la UME y para
garantizar un respaldo mayor a la unificación monetaria que el
que actualmente le otorgan los ciudadanos que supuestamente
van a disfrutar de sus ventajas. Es en relación a este
propósito donde hay que inscribir las exigencias de
transparencia y comunicación que desde distintos ámbitos le
han formulado al BCE. Su autonomía en el ejercicio de la
función asignada, la consecución de la estabilidad de los
precios, no debe hacerse incompatible con su escrutinio por
los representantes de los ciudadanos. La institución más
genuina del proceso de unificación monetaria debería matizar
cuando menos esa visión de la independencia basada, como ha
señalado recientemente Paul de Grauwe, en una teoría política
cuando menos primitiva, según la cual
el BCE estaría integrado por hombres sabios y buenos,
permanentemente a la defensiva de los políticos ávidos de
menoscabar por sistema las buenas intenciones del banco
central. Una concepción que se concilia mal con la experiencia
reciente en el continente y que, en todo caso, no favorece la
necesaria y continua coordinación que ha de existir entre esa
institución y los ministros de Hacienda del área,
responsables, entre otras, de la política del tipo de cambio
del euro. De la fluidez de la relación entre ambas instancias
dependerá en gran medida la viabilidad de la unión, y con
ella, la esperada estabilidad que su nacimiento puede
introducir en la tambaleante arquitectura del sistema
monetario internacional.
Que las economías de los Once no configuren en sentido
estricto una "zona monetaria óptima" puede ser un obstáculo
menos importante para que la aventura ahora iniciada no genere
resultados indeseados que su abandono al ámbito exclusivamente
monetario. Hoy más que nunca la garantía de viabilidad de esa
operación ha de cobrar su verdadera proyección política, no
sólo no sustrayendo el análisis de su evolución al escrutinio
de instancias como el Parlamento Europeo, sino propiciando una
amplia rendición de cuentas que reduzca ese todavía amplio
divorcio que se percibe entre medios y fines en la
materialización de una de las decisiones más cargadas de
esperanza de Europa.
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