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La tercera de las razones en las que Horst Köhler
fundamentó la aceptación de la presidencia del Banco Europeo
de Reconstrucción y Desarrollo (BERD) fue, según nos cuenta
Stefan Wagstyl en el Financial Times, el triste espectáculo de
unos músicos rusos pidiendo limosna en las proximidades de su
casa en Bonn. Las sugerencias de su hija sobre los atractivos
de Londres y, desde luego, la llamada personal del canciller
Kohl, haciéndole ver la importancia de facilitarle las cosas a
los países del antiguo bloque comunista, fueron las dos
restantes. Köhler, que ha sido durante los últimos cinco años
presidente de la Asociación Alemana de Cajas de Ahorros, debió
considerar igualmente la elevada exposición que el sistema
bancario de su país tiene en los países a los que se destina
la actividad inversora del BERD, en particular el de la Rusia
de la que procedían esos artistas mendicantes que despertaron
su sensibilidad. De los 72.000 millones de dólares que adeuda
la Federación Rusa a bancos extranjeros, los alemanes son
titulares de 30.500. Tras las terapias de choque con que se ha
acompañado la reciente devaluación del rublo, además de la ya
decidida moratoria para la deuda con vencimiento a corto
plazo, probablemente será necesario inyectar nuevos recursos
exteriores, públicos y privados, que faciliten el doloroso
trago que supondrá la aplicación de las reformas comprometidas
hace pocas semanas con el Fondo Monetario Internacional (FMI),
en particular las destinadas al urgente saneamiento de las
finanzas estatales. De las vías a través de las que se trate
de conseguir ese propósito dependerá en gran medida la
naturaleza y el alcance de la crisis ahora abierta y, en todo
caso, la disposición a reorientar ese "capitalismo de
bandidos" con que se ha caracterizado al sistema ruso.
Para la reducción del creciente déficit público, el aumento
de la recaudación sería la vía más eficiente ( los ingresos
impositivos federales apenas representan un 10% del PIB ) y,
desde luego, la más justa, a tenor de las dimensiones que
alcanza la bolsa de fraude en los impuestos directos, pero no
se presenta como la más probable en las circunstancias
actuales. A pesar del ascenso a la categoría de
viceprimerministro del gran recaudador, Borís Fedorov, su
autoridad no será probablemente suficiente para obligar a esas
docenas de oligarcas, políticos incluidos, al estricto
cumplimiento de sus obligaciones fiscales y las de las
compañías que dirigen. La opción de centrar el esfuerzo
recaudatorio en la imposición indirecta, sobre el consumo de
bienes y servicios, a fuer de alimentar las tensiones
inflacionistas asociadas a la devaluación del rublo,
agudizaría la crispación social y, en el mejor de los casos,
ensancharía el ámbito del trueque en la economía de un buen
número de familias rusas.
Las posibilidades para que el ajuste vuelva a recaer sobre
el gasto público son escasas. El delicado capítulo relativo al
servicio de la deuda representaba al principio del año (cuando
los tipos de interés eran significativamente inferiores a los
actuales) una cuarta parte de los gastos totales. La
espectacular elevación del precio del dinero, no sólo no ha
servido al empeño por sortear la devaluación, sino que se ha
convertido en el más importante obstáculo a la recuperación de
la economía, al saneamiento de las finanzas públicas y, en
definitiva, a la reducción de la deuda salarial con los
millones de funcionarios públicos, militares incluidos, cuyas
posibilidades de supervivencia no están más agotadas que su
paciencia.
La resistencia a la devaluación del rublo era desde hace
tiempo algo más que un test de la capacidad del Gobierno:
también constituyó la referencia en que se concretaba la
esperanza de la mayoría de los ciudadanos en el apoyo
internacional, renovado hace apenas un mes con ocasión de los
recursos comprometidos por el FMI. Los más optimistas, George
Soros entre ellos, han considerado que la devaluación
aportará, al menos, un respiro. Para que así sea, la entrada
de nuevos capitales (y, desde luego, la detención de las
fugas) sería una condición necesaria, que a su vez requeriría
garantías de una mínima estabilidad financiera. En su lugar,
es más probable que asistamos a una secuencia no muy distinta
a la que emergió hace poco más de un año en el sureste
asiático: desconfianza en el tipo de cambio de la moneda,
perpetuación de tipos de interés elevados, dificultades
empresariales y quiebras en el sistema bancario.
Si, en general, cualquier devaluación monetaria es la
expresión del fracaso de la política económica del gobierno
que la padece, la sufrida ahora por el rublo desborda esa
significación sectorial, al tiempo que daña seriamente la
confianza dentro y fuera de Rusia en esas agencias
multilaterales que, reflejando las preferencias de los
principales países industrializados, habían hecho de la
estabilidad financiera de Rusia una prioridad política. Dentro
y fuera de la Federación Rusa y, en todo caso en los mercados
financieros, están ahora presentes aquellas valoraciones que
localizaban en una eventual devaluación el desencadenante de
una crisis que sólo tendría parangón con la sufrida por ese
país en 1993. La diferencia con la situación de entonces es
que ahora están poco menos que agotadas las posibilidades de
socorro internacional. Instituciones como la que ahora preside
Horst Köhler tendrán que centrar sus esfuerzos no tanto en
conseguir nuevos recursos financieros cuyo destino seguiría
siendo incierto, como en procurar simplemente que los amigos
de sus interlocutores en el Gobierno ruso paguen sus
impuestos. Algo no por elemental menos necesario para que su
estancia en Londres, aun cuando no consiga reducir la
precariedad en la que sobreviven algunos virtuosos rusos, no
altere con sobresaltos mayores ese confort que su hija le
anticipó.
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