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  Domingo, 17 de junio de 2001  
Año XIV,   Número 815
 
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EMPRESAS
 
Obituario prematuro 
     

 

Lo que queda de la "nueva economía"

 

EMILIO ONTIVEROS

Emilio Ontiveros es catedrático de Economía de la Empresa de la Universidad Autónoma de Madrid

Con demasiada frecuencia se suceden en estos días las inserciones de esquelas mortuorias de la nueva economía. Lo hacen quienes asimilan la purga bursátil de los valores tecnológicos y la reciente desaceleración en el ritmo de crecimiento económico y de la productividad en EE UU (el primer descenso trimestral en los últimos seis años), con la evaporación del potencial transformador asociado al aumento significativo en la capacidad de computación y a la conectividad: a su influencia en numerosos procesos y decisiones empresariales.

La tan provocadora como ambigua denominación nueva economía nunca fue del agrado de los académicos del plan antiguo (no sea que nos obliguen a revisar el programa con demasiada frecuencia), ni de aquellos otros que conciben el sistema económico actual como poco más que una versión maquillada del que emergió tras la revolución industrial. A determinadas edades se nos hace difícil liberar los prejuicios que conciben al capitalismo incapaz de metamorfosearse. Los ciclos económicos no sólo existen, sino que se encargan de recordarnos la inmutabilidad de lo esencial de la doctrina. La realidad, sin embargo, no es tan lineal y la capacidad de reinvención del propio sistema parece lejos de estar agotada.

Más allá de los debates nominalistas (es verdad que han sido varias las nuevas economías que aportan la historia de los dos últimos siglos), sería un error pasar por alto las implicaciones de esa intensificación de la inversión empresarial en tecnologías de la información y las telecomunicaciones que ha tenido lugar en los últimos años, en un contexto de intensa integración internacional de las principales economías. Las empresas -sus procesos de toma de decisiones, su organización, las habilidades de sus trabajadores- y los mercados están siendo objeto de una importante transformación debido a esa explosión tecnológica, que excede a su estricta traducción en los indicadores estadísticos al uso.

Sin que quepa despreciarlo, el impacto más relevante de la discontinuidad tecnológica provocada por esa intensificación de la inversión no es el que pueda apreciarse en las nuevas empresas, en las contemporáneas con la afloración de aplicaciones de esa dinámica de innovación (las que hayan sobrevivido a esta primera ronda de selección), sino en las más genuinamente representativas de la economía tradicional. Es la generación de ganancias de eficiencia en los sectores tradicionales (fundamentalmente a través de la reducción de costes pero también mediante alteraciones en la mayoría de los subsistemas empresariales), lo que validará algunas de las presunciones que, con mayor o menor precipitación, se formularon sobre el impacto de esa excepcional asignación de recursos financieros a las tecnologías de la información. También la que garantizará una difusión sectorial y geográfica mucho más rápida que anteriores oleadas de innovación.

Mientras tanto, seguirá asimilándose, con mayor o menor facilidad, esa sobredosis inversora de los años finales del siglo pasado (entre 1996 y 2000 las empresas estadounidenses invirtieron 1,7 billones de dólares en tecnología, el doble de los cinco años precedentes); de la dificultad de la misma no puede deducirse precisamente la defunción por indigestión de un proceso de transformación económica y social que apenas ha empezado.