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  Domingo, 4 de febrero de 2001
 
Año XIV, Número 796
 
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El mal japonés
     
 

EMILIO ONTIVEROS

La intensidad con que ha sorprendido a propios y extraños la desaceleración de la economía estadounidense, y las amenazas asociadas a los importantes desequilibrios financieros que presenta el sector privado, ha estimulado la búsqueda de analogías y paralelismos dentro y fuera de ese país. Japón, en los noventa, es el caso más evocado recientemente por los analistas más agoreros, apoyado, además, en la renovada intensificación de las dificultades en su sistema bancario. En ambos casos la desaceleración de la economía estuvo precedida de una larga e intensa fase de expansión, alimentada por un crecimiento excesivo del crédito al sector privado y con un reflejo excesivo en los mercados de activos cuya depreciación posterior originó severas pérdidas de riqueza, agudizando la inhibición de las decisiones de gasto de las familias y las de inversión de las empresas, de consecuencias suficientemente conocidas en el caso japonés. Ahí terminan los denominadores comunes más significativos. Es cierto que uno de los principales peligros que subyacen en la esperada transición de la desaceleración estadounidense a una normalización de la confianza de los agentes y, en definitiva, del ritmo de crecimiento de la economía, es la capacidad de los mismos, en particular de las familias, para hacer frente a un servicio de la deuda relativamente elevado cuyas garantías han experimentado una gran pérdida de valor en los últimos meses. La mayor dependencia japonesa del comportamiento de los precios inmobiliarios (deprimidos en más de un 80% desde sus máximos a principios de los noventa), también es un factor diferencial de importancia. Pero, a diferencia de lo ocurrido en Japón, la salud con que el sistema crediticio aborda esa transición es bien distinta a la que afrontó la banca japonesa. Todavía hoy ese sistema bancario sigue siendo una rémora para la recuperación de aquella economía y una amenaza para el resto del mundo. El respaldo público no es suficiente para mejorar las calificaciones crediticias de las entidades, impropias muchas de ellas de la segunda economía del mundo, ni para eliminar completamente el riesgo de una nueva crisis bancaria. Forzar el paralelismo sobre la base de las recientes dificultades del Bank of America es más que una osadía. Los problemas del mayor banco estadounidense por número de oficinas, además de no ser representativos del conjunto del sistema, tienen menos que ver con la discontinuidad cíclica en curso que con la singular gestión de la expansión llevada a cabo en los últimos años. Sin menoscabo del deterioro que registre la cartera de créditos de la banca americana, su extensión estaría lejos de generar esa inestabilidad sistémica que preside el comportamiento del sistema financiero japonés desde hace más de diez años. El contraste más acusado, además de la posibilidad de aprendizaje que ha brindado el mal japonés, tiene lugar en la capacidad de respuesta de la política económica: en el margen de maniobra de la misma y, desde luego, en la voluntad de las autoridades de emplearlo. Las dos decisiones de la Reserva Federal de reducción de los tipos de interés, en un punto en menos de treinta días, contrastan con la timidez del Banco de Japón y con el escaso recorrido a la baja de que dispone el precio del dinero. La disposición de la Fed a seguir suministrando tantas dosis de estímulo monetario adicional como sean necesarias y la equivalente de la nueva Administración a reducir impuestos permiten anticipar un desenlace bien distinto al que ha dominado la economía japonesa en esta década perdida.