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EMILIO ONTIVEROS
La intensidad con que ha sorprendido a
propios y extraños la desaceleración de la economía estadounidense,
y las amenazas asociadas a los importantes desequilibrios
financieros que presenta el sector privado, ha estimulado la
búsqueda de analogías y paralelismos dentro y fuera de ese país.
Japón, en los noventa, es el caso más evocado recientemente por los
analistas más agoreros, apoyado, además, en la renovada
intensificación de las dificultades en su sistema bancario. En ambos
casos la desaceleración de la economía estuvo precedida de una larga
e intensa fase de expansión, alimentada por un crecimiento excesivo
del crédito al sector privado y con un reflejo excesivo en los
mercados de activos cuya depreciación posterior originó severas
pérdidas de riqueza, agudizando la inhibición de las decisiones de
gasto de las familias y las de inversión de las empresas, de
consecuencias suficientemente conocidas en el caso japonés. Ahí
terminan los denominadores comunes más significativos. Es cierto que
uno de los principales peligros que subyacen en la esperada
transición de la desaceleración estadounidense a una normalización
de la confianza de los agentes y, en definitiva, del ritmo de
crecimiento de la economía, es la capacidad de los mismos, en
particular de las familias, para hacer frente a un servicio de la
deuda relativamente elevado cuyas garantías han experimentado una
gran pérdida de valor en los últimos meses. La mayor dependencia
japonesa del comportamiento de los precios inmobiliarios (deprimidos
en más de un 80% desde sus máximos a principios de los noventa),
también es un factor diferencial de importancia. Pero, a diferencia
de lo ocurrido en Japón, la salud con que el sistema crediticio
aborda esa transición es bien distinta a la que afrontó la banca
japonesa. Todavía hoy ese sistema bancario sigue siendo una rémora
para la recuperación de aquella economía y una amenaza para el resto
del mundo. El respaldo público no es suficiente para mejorar las
calificaciones crediticias de las entidades, impropias muchas de
ellas de la segunda economía del mundo, ni para eliminar
completamente el riesgo de una nueva crisis bancaria. Forzar el
paralelismo sobre la base de las recientes dificultades del Bank of
America es más que una osadía. Los problemas del mayor banco
estadounidense por número de oficinas, además de no ser
representativos del conjunto del sistema, tienen menos que ver con
la discontinuidad cíclica en curso que con la singular gestión de la
expansión llevada a cabo en los últimos años. Sin menoscabo del
deterioro que registre la cartera de créditos de la banca americana,
su extensión estaría lejos de generar esa inestabilidad sistémica
que preside el comportamiento del sistema financiero japonés desde
hace más de diez años. El contraste más acusado, además de la
posibilidad de aprendizaje que ha brindado el mal japonés,
tiene lugar en la capacidad de respuesta de la política económica:
en el margen de maniobra de la misma y, desde luego, en la voluntad
de las autoridades de emplearlo. Las dos decisiones de la Reserva
Federal de reducción de los tipos de interés, en un punto en menos
de treinta días, contrastan con la timidez del Banco de Japón y con
el escaso recorrido a la baja de que dispone el precio del dinero.
La disposición de la Fed a seguir suministrando tantas dosis de
estímulo monetario adicional como sean necesarias y la equivalente
de la nueva Administración a reducir impuestos permiten anticipar un
desenlace bien distinto al que ha dominado la economía japonesa en
esta década perdida. |